martes, 10 de abril de 2012

El humo de la pipa - Rubén Dario

A
Lejos del salón donde sonaban cuchicheos tugaces, palabras cristalinas
–habría damas-, yo estaba en el gabinete de mi amigo Franklin,
hombre joven que piensa mucho, y tiene los ojos soñadores y las palabras
amables.
El champaña dorado me había puesto alegría n la lengua y luz en la
cabeza. Reclinado en un sillón, pensaba n cosas lejanas y dulces que uno
desea tocar. Era un desvanecimiento auroral, y yo era feliz, con mis ojos
entrecerrados.
De pronto, colgada de la pared vi una de esas pipas delgadas, que gustan
a ciertos aficionados, suficientemente larga, para sentarle bien a una
cabeza de turco, y suficientemente corta para satisfacer a un estudiante
alemán.
Gárgola mi amigo, la acerqué a mis labios.
¡En aquellos momentos me sentía un baja!
Arrojé al aire fresco la primera bocanada de humo.
¡Oh, mi Oriente deseado, por quien sufro la nostalgia de lo
desconocido!
Pasó él a mi vista, entre aquella opacidad nebulosa que flotaba delante
de mí como un velo sutil que envolviese un espíritu. Era una mujer muy
blanca que sonreía con labios venusinos y sangrientos como una rosa roja.
Eran unos tapices negros y amarillos, y una esclava circasiana que
danzaba descalza, levantando los brazos con indolencia. Y érase un gran
viejo hermoso como un Abrahán, con un traje rosa, opulento y crujidor, y
un turbante blanco, y una barba espesa, más blanca todavía, que le descendía
hasta cerca de la cintura.
El viejo pasó, el baile concluyó.
Solos la mujer de labios sangrientos y yo, ella me cantaba en su lengua
arábiga unas como melopeas desfallecientes, y tejía cordones de crines
de oro, echado cerca, miraba pensativo la lluvia del sol que caía en un
patio enlosado de mármol donde había rosales y manzanos.
Y deshizo el viento la primera bocanada de humo desapareciendo en
tal instante un negro gigantesco que me traía, cálida y olorosa, una taza
de café.
Arrojé la segunda bocanada.
Frío. El Rhin, bajo un cielo opaco. Venían ecos de la selva, y con el ruido
del agua formaban para mis oídos extrañas y misteriosas melodías
que concluían casi al empezar, fragmentos de strausses locos, fugas
cabamos de comer.
wagnerianas, o tristes acordes del divino Chopin. Allá arriba apareció la
luna, pálida y amortiguada. Se besaron en el aire dos suspiros del pino y
de la palmera. Yo sentía mucho amor y andaba en busca de una ilusión
que se me había perdido. De lo negro del bosque vinieron a mí unos enanos
que tenían caperuzas encarnadas y en las cinturas pendientes unos
cuernos de marfil. Tú que andas en busca de una ilusión –me dijeron–,
¿quieres verla por un momento?
Y los seguí a una gruta de donde emergía una luz alba y un olor de
violeta. Y allí vi a mi ilusión. Era melancólica y rubia. Su larga cabellera,
como un manto de reina.
Delgada y vestida de blanco, y esbelta y luminosa la deseada, tenía de
la visión y del ensueño. Sonreía, y su sonrisa hacía pensar en puros y paradisíacos
besos.
Tras ella, la mujer adorable, creí percibir dos alas como las de los arcángeles
bíblicos.
La hablé y brotaron de mi lengua versos desconocidos y encantadores
que salían solos y enamorados del alma.
Ella se adelantaba tendiéndome sus brazos.
–¡Oh –le dije–, por fin te he encontrado y ya nunca me dejarás!
Nuestros labios se iban a confundir, pero la bocana se extinguió perdiéndose
ante mi vista la figura ideal y el tropel de enanos que soplaban
sus cuernos en la fuga.
La tercera bocanada, plomiza y con amontonamiento de cúmulus, vino
a quedar casi fija frente a mis ojos.
Era un lago lleno de islas bajo el cielo tropical. Sobre el agua azul había
un lago lleno de islas bajo el cielo tropical. Sobre el agua azul había garzas
blancas, y de las islas verdes se levantaba al fuego del sol como una
tumultuosa y embriagante confusión de perfumes salvajes.
En una barca nueva iba yo bogando camino de una de las islas, y una
mujer morena, cerca, muy cerca de mí. Y en sus ojos todas las promesas,
y en sus labios todos los ardores, y en su boca todas las mieles. Su aroma,
como de azucena viva; y ella cantaba como una niña alocada, al son del
remo que partiendo las olas y chorreando espumas que plateaba el día.
Arribamos a la isla, y los pájaros al vernos se pusieron a gritar a coro:
«¡Qué felicidad! ¡Que felicidad!» Pasamos cerca de un arroyo y también
exclamó con su voz argentina: «¡Qué felicidad!» yo cortaba flores rústicas
a la mujer morena, y con el ardor de las caricias las flores se marchitaban
presto, diciendo también ellas: «¡Qué felicidad!» y todo se disolvió con la
tercera bocanada, como en un telón de silforama.

En la cuarta vi un gran laurel, todo reverdecido y frondoso, y en el
laurel un arpa que sonaba sola. Sus notas pusieron estremecimiento en
mi ser, porque con su voz armónica decía el arpa: «¡Gloria, gloria!»
Sobre el arpa había un clarín de bronce que sonaba con el estruendo de
la voz de todos los hombres al unísono, y debajo del arpa tenía nido una
paloma blanca. Alrededor del árbol y cerca de su pie, había un zarzal lleno
de espinas agudísimas, y en las espinas sangre de los que se habían
acercado al gran laurel. Vi a muchos que delante de mí luchaban destrozándose,
y cuando alguno, tras tantas bregas y martirios, lograba acercarse
y gozar de aquella sagrada sombra, sonaba el clarín a los cuatro
vientos.
Y a la gigantesca clarinada, llegaban a revolar sobre la cumbre del laurel
todas las águilas de los contornos.
Entonces quise llegar yo también. Lancéme a buscar el abrigo de aquellas
ramas. Oía voces que me decían: «¡Ven!», mientras que iban quedando
en las zarzas y abrojos mis carnes desgarradas. Desangrado, débil,
abatido, pero siempre pensando en la esperanza, juntaba todos mis esfuerzos
por desprenderme de aquellos horribles tormentos, cuando se
deshizo la cuarta bocanada de humo.
Lancé la quinta. Era la primavera. Yo vagaba por una selva maravillosa,
cuando de pronto vi que sobre el césped estaban bajo el ancho cielo
azul todas las hadas reunidas en conciliábulo. Presidía la madrina Mab.
¡Qué de hermosuras! ¡Cuántas frentes coronadas por una estrella! ¡Y yo
profanaba con mis miradas tan secretas y escondida reunión! Cuando me
notaron, cada cual propuso un castigo. Una dijo: -Dejémosle ciego. Otra:
–Tornémosle de piedra. –Que se convierta en árbol. –Conduzcámosle al
reino de los monos. –Sea azotado doscientos años en un subterráneo por
un esclavo negro. –Sufra la suerte del príncipe Camaralzamán.
–Pongámosle prisionero en el fondo del mar…
Yo esperaba la tremenda hora del fallo decisivo. ¿Qué suerte me tocaría?
Casi todas las hadas habían dado su opinión. Faltaban tan solamente
el hada Fatalidad y la reina Mab.
¡Oh, la terrible hada Fatalidad! Es la más cruel de todas, porque entre
tantas bellezas, ella es arrugada, gibosa, bizca, coja, espantosa.
Se adelantó riendo con risa horrible. Todos las hadas le temen un poco.
Es formidable. –no –dijo–, nada de lo que habéis dicho vale la pena. Esos
sufrimientos son pocos, porque con todos ellos puede llegar a ser amado.
¿No sabéis la historia de la princesa que se prendó locamente de un pájaro,
y la del príncipe que adoró una estatua de mármol y hielo? Sea condenado,
pues, a no ser amado nunca, y a caminar en carrera rápida el

camino del amor, sin detenerse jamás. El hada Fatalidad se impuso. Quedé
condenado, y fuéronse todas agitando sus varitas argentinas. Mab se
compadeció de mí. Para que sufras menos –me dijo- toma este amuleto
en que está grabada por un genio la gran palabra.
Leí: Esperanza.
Entonces comenzó a cumplirse la sentencia. Un látigo de oro me hostigaba,
y una voz me decía: –¡Anda! Y sentía mucho amor, mucho amor, y
no podía detenerme a calmar esa sed. Todo el bosque me hablaba. –Yo
soy amada –me decía una palmera estremeciendo sus hojas. –Soy amada
–me decía una tórtola en su nido. –Soy amado –cantaba el ruiseñor. –Soy
amado –rugía el tigre. Y todos los animales de la tierra y todos los peces
del mar y todos los pájaros del aire repetían en coro a mis oídos: –¡Soy
amado! Y la misma gran madre, la tierra fecunda y morena, me decía
temblando bajo el beso del sol: -¡Yo soy amada! Corría, volaba, y siempre
con la insaciable sed. Y sonaba hiriendo la áurea huasca y repetía:
–¡Anda! La siniestra voz. Y pasé por las ciudades. Y oía ruido de besos y
suspiros. Todos, desde los ancianos a los niños, exclamaban: –¡Soy amado!
Y las desposadas me mostraban desde lejos sus ramas de azahares.
Y yo gritaba: –¡Tengo sed! Y el mundo era sordo.
Tan sólo me reanimaba llevando a mis labios mi frío amuleto.
Y seguí, seguí…
La quinta bocanada se la había deshecho el viento.
Floto la sexta
Volví a sentir el látigo y la misma voz. ¡Anduve!
Lancé la séptima. Vi un hoyo negro cavado en la tierra, y dentro un
ataúd.
Una risa perlada y lejana de mujer me hizo abrir los ojos.
La pipa se había apagado.

Mi bastón - Amado Nervo

Mi bastón
O
con respecto a su pasado.
Las cosas sin alma están más cerca de la naturaleza que nosotros, los
perpetuamente aturdidos con la barbulla mundanal, y tienen la ruda sinceridad
de los seres primitivos no encadenados a la infame forma social;
antifaz hipócrita de todos los propósitos nefandos, de todos los intentos
torcidos.
Fue rama de una encina milenaria que el rayo jamás pudo abatir.
Refirióle ella muchas veces, en medio del selvático silencio, las épicas
lides de aquellos hombres de bronce que esgrimían la pesada hacha de
sílex con pasmoso desenfado; de aquellos otros que combatían con espadas
cortas, embrazando escudos de cuero de buey, y de los que, forrados
en bien templada armadura, no se daban tregua en el bandidaje o el combate
por la conquista de minúsculo terruño y de macizo castillo empotrado
en el salvaje repliegue de una montaña.
Presenció la maravillosa hazaña de aquel paladín, denominado Machuca
porque, rota ya su lanza en la batalla, desgajó una poderosa rama
de una encina que crecía frente a aquélla, y con tan tosca arma machucó
enemigos a granel.
Pero el recuerdo más vivo que conservaba el recio árbol de que vengo
hablando, fue el de cierra druidesa enamorada de un guerrero, batallador
corno pocos.
Los amantes, en víspera de que el varón partiese a lidiar con huestes
romanas, despidiéronse, con transportes de ternura, bajo su sombra, prometiéndose
mutua fe.
La druidesa, con los dorados cabellos al viento, divinamente trágica
como Velleda, vagó muchos días por el bosque sagrado, sin reposo ni
consuelo, y al saber que su guerrero había perecido en la lucha, sin percatarse
ya de los afectos que en el mundo le quedaban, diose la muerte
bajo la propia ramazón de aquella encina, cuyas raíces limitaron su fosa.
¿Que porción de la savia virgen de esa mujer enamorada guardará mi
bastón? No lo sabe él ni lo sé yo, mas presumo que porción magna es
porque lo siento palpitar entre mis manos.
¡Oh!, ¡si yo hubiese visto lo que esta débil rama que me sirve de apoyo
visto ha!
A ella la templó el rayo, a mí el infortunio; mas ella aún puede servir
de báculo a mis pósteros, y si la hincasen en la tierra húmeda se cubriría
currióseme, una de estas últimas noches, interrogar a mi bastón
29
de brotes nuevos… ¡Yo, en tanto, ya no floreceré sino a condición de disolverme
entre los brazos de la madre Naturaleza!
30

viernes, 6 de abril de 2012

Instrucciones para subir una escalera -Julio Cortázar

Nadie habrá dejado de observar que con frecuencia el suelo se pliega de manera tal que una parte sube en ángulo recto con el plano del suelo, y luego la parte siguiente se coloca paralela a este plano, para dar paso a una nueva perpendicular, conducta que se repite en espiral o en línea quebrada hasta alturas sumamente variables. Agachándose y poniendo la mano izquierda en una de las partes verticales, y la derecha en la horizontal correspondiente, se está en posesión momentánea de un peldaño o escalón. Cada uno de estos peldaños, formados como se ve por dos elementos, se sitúa un tanto más arriba y adelante que el anterior, principio que da sentido a la escalera, ya que cualquiera otra combinación producirá formas quizá más bellas o pintorescas, pero incapaces de trasladar de una planta baja a un primer piso.

Las escaleras se suben de frente, pues hacia atrás o de costado resultan particularmente incómodas. La actitud natural consiste en mantenerse de pie, los brazos colgando sin esfuerzo, la cabeza erguida aunque no tanto que los ojos dejen de ver los peldaños inmediatamente superiores al que se pisa, y respirando lenta y regularmente. Para subir una escalera se comienza por levantar esa parte del cuerpo situada a la derecha abajo, envuelta casi siempre en cuero o gamuza, y que salvo excepciones cabe exactamente en el escalón. Puesta en el primer peldaño dicha parte, que para abreviar llamaremos pie, se recoge la parte equivalente de la izquierda (también llamada pie, pero que no ha de confundirse con el pie antes citado), y llevándola a la altura del pie, se le hace seguir hasta colocarla en el segundo peldaño, con lo cual en ‚este descansará el pie, y en el primero descansará el pie. (Los primeros peldaños son siempre los más difíciles, hasta adquirir la coordinación necesaria. La coincidencia de nombre entre el pie y el pie hace difícil la explicación. Cuídese especialmente de no levantar al mismo tiempo el pie y el pie).

Llegado en esta forma al segundo peldaño, basta repetir alternadamente los movimientos hasta encontrarse con el final de la escalera. Se sale de ella fácilmente, con un ligero golpe de talón que la fija en su sitio, del que no se moverá hasta el momento del descenso

miércoles, 4 de abril de 2012

Entre las doce y la una - Quim Monzo

-¿Dígame?
-Hola. (Es una voz de mujer.) Soy yo.
(El hombre endereza el espinazo. Aplasta el cigarrillo
contra el cenicero que hay al lado del teléfono. Habla en
voz baja.)
-Te he dicho mil veces que no me llames nunca a casa.
-Es que...
-Te he dicho que me llames siempre al despacho.
-¿Puedes hablar?
-Claro que no. Ya te imaginarás.
-¿Dónde está... ella?
-En el dormitorio.
-¿Nos.... te oye?
-No. Pero puede entrar en cualquier momento.
-Perdóname. Lo siento. Pero es que necesitaba llamarte ahora.
No podía esperar hasta mañana, en el trabajo.
(Hay una pausa. Es el hombre quien la rompe.)
-¿Por qué?
-Porque esta situación me hace sufrir mucho.
-¿Qué situación?
-La nuestra. ¿Cuál va a ser?
-Pero... A ver si nos entendemos...
-¡No! No. No digas nada. No hace falta. Podría oírte.
-Ahora no me oye. Escucha...
-Creo que ha llegado el momento de tomar una decisión.
-¿Qué decisión?
-¿No te la imaginas?
-No tengo ganas de jugar a las adivinanzas, María.
-Tengo que elegir. Entre tú y él.
-¿Y?
-Y como tú no me puedes dar todo lo que quiero... No nos
engañemos: para ti yo nunca seré nada más que... No quieres
dejarla ¿verdad? No sé ni por qué te lo pregunto. Ya conozco la
respuesta.
-¿Qué es todo ese ruido?
-Te llamo desde una cabina.
-Hemos hablado de esto mil veces. Siempre he sido sincero
contigo. Nunca te he escondido cómo estaban las cosas. Tú y yo
nos caemos bien, ¿no? Pues...
-Pero yo estoy muy colgada de ti. Tú ya sé que no lo estás nada
de mí.
-Siempre te he dicho que no quiero hacerte ningún daño. Nunca
te he prometido nada. ¿Alguna vez te he prometido algo?
-No.
-Tienes que ser tú quien decida qué debemos hacer.
-Sí.
-¿Te he dicho o no te he dicho siempre que tienes que ser tú
quien decida qué debemos hacer?
-Sí. Por eso te llamo. Porque ya he tomado una decisión.
-Siempre he jugado limpio contigo. (Se detiene.). ¿Qué decisión
has tomado?
-He decidido... dejar de verte.
(La mujer lo dice y se echa a llorar. Llora durante un
buen rato. Poco a poco los sollozos disminuyen. El hombre
aprovecha para hablar.)
-Lo siento. Pero si realmente eso es lo que...
-¿Pero no entiendes que no quiero dejaaar de veerteee?
(Cuando el hombre deja de oír el llanto, habla.)
-María...
-No. (Se suena.). Prefiero que no digas nada.
(De golpe el hombre sube el tono de voz.)
-Hombre, yo más bien elegiría un coche que te asegurase mejor
rendimiento.
-¿Qué?
-Sobre todo si tienes que hacer tantos kilómetros. (Se para un
momento.) Sí. (Hace otra pausa.) Sí, ya lo entiendo. Yo, claro,
en eso no sé qué aconsejarte. Pero me parece que lo que te
convendría sería un coche con mucha más..., con mucha más...
Sí, de acuerdo. Pero consume demasiado.
-¿No puedes hablar?
-No, claro.
-¿La tienes cerca?
-Sí.
-¿Enfrente?
-Sí. Pero ese modelo no tiene tanta diferencia de precio con los
japoneses. Y los japoneses...
-Tú con tu mujer enfrente y yo aquí, sentada sin saber qué hacer.
(Cada vez más indignada.) Sin decidirme de una vez y acabar
con esta desazón.
-Lo ideal son cuatro puertas. Para vosotros, cuatro puertas.
-¿Ves como no hay otra solución? Así no podemos seguir. No
podemos tener ni una conversación civilizada.
-Pero ése gasta unos seis litros y medio.
-Tú hablando de coches, de litros de gasolina, de si cuatro
puertas, y yo sin decidirme siquiera a colgar.
-Un momento.
(El hombre ha tapado el auricular con la mano. La mujer
oye un diálogo amortiguado.)
Dice que .. (Vuelve a tapar el auricular con la mano. Vuelve
a retirar la mano.) Dile a Luisa que dice Ana que el pastel le
quedó perfecto.
-¿Con quién cree que hablas?
-En fin, ya nos veremos.
-¿Quieres que cuelge o...? Pero antes de colgar dime si mañana
nos veremos.
-Sí.
-No tengo remedio. Llamo para decirte que hemos terminado y
acabo preguntándote si mañana... ¿Quedamos donde siempre?
-Sí.
-¿A la hora de siempre?
-Exacto.
-Y (Ahora habla con voz melosa.) ¿haremos como siempre?
Te imagino de rodillas, delante de mí, subiéndome la falda...
¿Me lameras? ¿Me morderás? ¿Me harás mucho daño?
-Síí. (De golpe vuelve a hablar bajo.) ¡Hostia, María! Por poco
se da cuenta. Ahora está en la cocina, pero en cualquier
momento puede volver. ¿Y si me hubiese pedido el teléfono
para hablar contigo?
-¿Y por qué tendría que hablar conmigo?
-No quiero decir contigo, quiero decir con quien cree que
hablaba yo.
-No hay quien te entienda. Y no hay quien me entienda a mí. No
me entiendo ni yo misma. Estoy que me reconcomo, decido
terminar y basta que oiga tu voz para que se me esfumen todas
las decisiones. Me gustaría mucho estar ahora contigo. Ven. ¿No
puedes? Claro que no. No pasa nada. Es que cuando no puedo
escucharte, me angustio. ¿Me quieres?
-Claro que sí.
-Más vale que cuelgue. Adiós.
-¿Dónde estás?
-En un bar; ya te lo he dicho.
-No. Me has dicho que estabas en una cabina.
-Y si sabías que estaba en una cabina, ¿para qué me lo vuelves
a preguntar?
-Pero no estás en una cabina sino en un bar. Eso es al menos lo
que dices ahora.
-Un bar, una cabina: lo mismo da.
-Oh, «lo mismo da», «lo mismo da»...
-Oye: ¡basta!
-Y ahora ¿qué piensas hacer?
-¿Ahora? ¿Quieres decir con lo nuestro?
-No. Quiero decir ahora mismo. ¿Piensas ir al cine? ¿Ya has
comido? ¿Tienes guardia?
-Oye: cuelgo.
-Espera un momento.
-Es que...
-A veces, María, pienso que sólo con que quisiéramos, sólo con
que nos lo propusiésemos de verdad, podríamos conseguir que
todo marchase de otra manera, sin tantas tensiones.
-Vale, pues sí.
-Sí, ¿qué?
-Sí.
-¿Qué te pasa? ¿No puedes hablar? ¿Hay alguien y por eso no
puedes hablar?
-Mmm... Sí.
-Has quedado con él en un bar y ya ha llegado. O estaba contigo
y ahora se ha acercado al teléfono. ¿Sí o no? ¿O qué?
-Ya te devolveré el libro. Quédate tranquila.
-Ahora me tratas en femenino.
-Bueno, hasta luego. Llámame. Y recuérdame que te devuelva
el libro.
-Ah, no. ¡Ahora no cuelgues! Tú me has hecho soportar la
angustia de escucharte sin poder contestar más que estupideces
y ahora...
-Ése no lo conozco. ¿Qué título dices que tiene?
-Perfecto. Lo estás haciendo muy bien. Ahora dirás el título del
libro. ¿O no?
-Ya...
-Muy bien ese «ya». Da verosimilitud, hace real el diálogo con
esa chica con la que se supone que hablas.
-¿El amor por la tarde?
-¿Qué es ese título: una indirecta, una invitación?
-Pero mucho mejor que El amor por la tarde era Las cien
cruces. Vaya, al menos para mí.
-Ése, ¿ves?, no lo he leído. ¿También es una novela?
-¿Las cien cruces aburrida?
(De repente el hombre vuelve a hablar con voz grave.)
-Hombre, ya te lo he dicho. Consume menos que el otro.
-Pero la protagonista de El amor por la tarde es más verosímil.
-¿Y cómo es que una empresa como la Peugeot no tiene previsto
un caso así?
-Pero, eso pasaba en Ahora estamos los dos igual. ¿Me
equivoco?
-En absoluto.
-¿Y entonces?
-Nada. (Hay una pausa breve.)
-¿Ves como no hay nada que hacer? Ahora ya puedo hablar de
nuevo. (Vuelve a haber una pausa.) ¿No dices nada? ¿Se te
acabó la charla o quieres dejar el ramo del automóvil y pasar a
otro?
-Yo también vuelvo a estar solo.
-Pues adiós.
-Tienes razón. Más vale que nos digamos adiós.
-Antes tengo que decirte algo.
-Di.
-Estoy embarazada. (Él no responde.) ¿Me oyes? Estoy
embarazada. De ti.
-¿Cómo que de mí? ¿Cómo sabes que es de mí?
-¡Porque desde la última regla sólo me he acostado contigo,
imbécil!
-¿Y ese novio que te puede dar todo lo que yo no puedo darte?
¿Resulta que no...? Perdona. ¿Qué piensas hacer?
-¿Cómo que qué pienso hacer? ¿Es que tú no tienes nada que
decir?
-¿Yo? No.
-Por fin. Por fin veo bien claro cómo eres. Por fin me doy cuenta
de que, si alguna vez me encontrase en esa situación, te
desentenderías totalmente.
-¿Qué quiere decir «si alguna vez me encontrase»?,
-Quiere decir que, evidentemente, no estoy embarazada. ¿Te
crees que soy tonta? Se me ha ocurrido de golpe, para ver cómo
reaccionarías en una situación así. ¿Acaso crees que si de veras
hubiese estado embarazada te habría pedido opinión sobre lo
que tenía o no tenía que hacer?
(La voz de él suena irritada.)
-¡Oye, María...!
(La mujer lo desafía.)
-¿Qué? ¿Qué tengo que oír?
-¡Sabes que no tolero que me hables en ese tono, ni que me
torees!
-Ah, ¿no?
-Te partiré la cara.
-Ah, ¿sí?
-Te hincharé los morros a puñetazos.
-Sí...
-Hasta que chilles.
-Sí...
-Te ataré a las patas de la cama.
-Sí, sí...
-Te escupiré en la boca.
-¡Sí!
-Y te daré de bofetadas hasta que sangres.
-¡Sí! ¡Sí!
-Y te obligaré a...
-¿A qué? ¿A qué?
-Te obligaré...
-¿A qué?
-Te llenaré la boca. Y te obligaré a tragártelo todo: no dejarás
caer ni una gota.
-Ni una.
(La mujer respira agitadamente. El hombre está
excitado.)
-¡Ni una, he dicho! Lámete esa que te resbala por el labio de
abajo.
-«Guarra», dime «guarra».
-Guarra. Arrodíllate y abre la boca.
(La mujer resopla.)
-Basta. Tengo que decírtelo pase lo que pase. No tiene sentido
hacerlo durar más. (Calla un momento, como para tomar
impulso.) Escúchame: no soy María.
-¿Qué quiere decir que no eres María?
-Que no soy María: eso quiere decir. María está... María me ha
pedido que te llamara y que te hablase como si fuera ella.
-Me estás tomando el pelo.
-Ha tenido que irse. Y quería que...
-¿Irse adónde?
-Fuera de la ciudad. Quería que creyeras que estaba aquí y no...
Es que... No puedo seguir fingiendo. Mira: María y yo nos
conocemos del trabajo. Yo también soy enfermera. Me ha
pedido que te llamara y me lo montase de manera que nos
peleásemos. Porque mañana teníais que veros y ella todavía no
habrá vuelto. ¿Me oyes?
-¿Dónde está?
-Se ha ido una semana. Con un novio.
-¿Con quién?
-Con Jaime.
-¿Con Jaime?
-Sí.
-¿Con qué Jaime?
-Jaime Ibarra.
-Oye, pero si Jaime Ibarra soy yo. ¿Con quién creías que estabas
hablando? ¿A qué número has llamado?
-¿Tú eres Jaime?
-Sí.
-Hostia.
-¿Con quién pensabas que estabas hablando?
-Con Juan.
-¿Con Juan? O sea que María y Juan...
-Ahora me doy cuenta, he confundido los números.
-¿Y cómo es que tienes mi número de teléfono?
-Es que María me apuntó los dos, uno justo encima del otro, y
me he equivocado; he marcado uno en vez del otro.
-¿Por qué te apuntó mi número si a mí no tenías que llamarme?
¿O también me tenías que llamar? Pero si has dicho que
pensabas que se había ido conmigo...
-Si te lo explicase no me creerías.
-Dime una cosa, ee... ¿Cómo te llamas?
-Carmen.
-Carmen, dime una...
(La mujer lo interrumpe.)
-Un momento. ¿De verdad eres Jaime? Pero si Jaime no vive
con nadie ¡El que vive con su mujer es Juan! ¿Por qué me has
dicho que tenías a tu mujer enfrente?
-Tú tampoco eres la verdad personificada.
-Si te creías que estabas hablando con María, ¿por qué querías
hacerme creer que vivías con una mujer?
-Es que con María a veces, últimamente no mucho, por cierto,
pero a veces, hacemos cosas así. Como juegos.
-No me lo había dicho nunca.
-¿Por qué te lo iba a decir? ¿Es que os lo contáis todo?
-Casi.
-Ah, ¿sí? ¿Y qué te dice de mí?
-Uf.
-¿Qué quiere decir ese «uf»?
-Quiere decir que lo interesante me lo cuenta todo.
-¿Con pelos y señales?
-Con pelos, señales y lo que haga falta.
-¿Dónde estás?
-En un bar, ya te lo he dicho.
-También me has dicho que estabas en una cabina.
-¡Y dale con la cabina!
-¿Qué haces ahora?
-Ya me lo has preguntado antes.
-Cuando eras María. Ahora que eres Carmen, puede que tengas
que hacer otra cosa. Además, cuando eras María tampoco me
has contestado la pregunta. (Se muerde un labio.) ¿Por qué no
nos vemos?
-¿Cuándo?
-¿Hoy?
-Tendrá que ser por la noche. Por la tarde trabajo.
-Por la noche, pues.
-¿Dónde?
-¿En el bar de la Estación?
-De acuerdo.
-¿A las ocho?
-A las ocho salgo. Quedamos a las ocho y media.
-¿Cómo te reconoceré?
-Llevaré una chaqueta de piel, la que le regalaste un mes antes...
Llevaré la chaqueta de piel.
-Un mes antes ¿de qué?
(La mujer calla.)
La chaqueta: se la regalé un mes antes ¿de qué?
-Jaime, tengo que decírtelo. Si no voy a reventar.
-Dímelo pues.
-María está muerta. La chaqueta se la regalaste un mes antes de
que se muriese. Escucha... No tendría que... Yo sabía cómo os
queríais. Y cuando se murió decidí...
-Me parece una broma de muy mal gusto
-Encontrémonos y hablemos. A las ocho y media, ¿vale? O si
quieres pido permiso…
-La vi la semana pasada.
-Hace cinco meses que está muerta.
-Estos últimos cinco meses la he visto muchas veces. La semana
pasada estuve con ella. Y estaba bien viva, guapa a más no
poder. No era ningún fantasma.
-Hace cinco meses que sales con una María que no es María.
-Y según tú, ¿quién ha hecho de María todo este tiempo?
-Yo.
-Me habría dado cuenta.
-Te estoy diciendo la verdad.
-Si fuese verdad, ¿por qué habrías decidido que mañana no
querías venir a la cita?
-Estoy harta de hacer de María.
-Sin embargo ahora has aceptado que nos veamos.
-Porque ahora estoy haciendo de Carmen, no de María. Jaime,
por favor, te lo explicaré después.
-¿Y cómo no te has dado cuenta de que yo no era Juan sino
Jaime?
-¿Te crees que no sabía a quién llamaba? Claro que eres Jaime.
Te conozco perfectamente. Te he tenido de novio durante cinco
meses. Y cinco meses dan para mucho. Incluso para saber que...
(La voz de la mujer se quiebra.) que me he enamorado de ti
como una imbécil. Y quiero acabar con esta farsa.
-No me creo nada de todo esto. ¿Cómo habrías podido hacer,
todas las veces que nos hemos visto, que tú dices que nos hemos
visto, para que no notase que no eras María?
-Piensa que doy clases de teatro.
-¡Por mucho teatro que hagas! ¿Cómo quieres hacerme creer que
no me habría dado cuenta de la diferencia? Lo único que me
faltaría es que me salieras con el cuento de la gem... Oye, pero
María tiene, tenía, una hermana gemela.
-Soy yo.
-No la he visto nunca.
-Ya lo creo que la has visto. Quiero decir: ¡ya lo creo que me
has visto! Desde hace cinco meses, un par de veces por semana.
Algunas semanas una sola vez; justamente de eso tendríamos
que hablar. Porque yo te quiero ver más, a menudo. ¿Quedamos
como hemos quedado? ¿A las ocho y media?
-¿De verdad te llamas Carmen?
-A las ocho y media, ¿de acuerdo?
-Sí.
-Te quiero mucho. Si alguna vez dejara de quererte me moriría.



Autor: Quim Monzo
Libro: el porque de las cosas.