martes, 10 de abril de 2012

El humo de la pipa - Rubén Dario

A
Lejos del salón donde sonaban cuchicheos tugaces, palabras cristalinas
–habría damas-, yo estaba en el gabinete de mi amigo Franklin,
hombre joven que piensa mucho, y tiene los ojos soñadores y las palabras
amables.
El champaña dorado me había puesto alegría n la lengua y luz en la
cabeza. Reclinado en un sillón, pensaba n cosas lejanas y dulces que uno
desea tocar. Era un desvanecimiento auroral, y yo era feliz, con mis ojos
entrecerrados.
De pronto, colgada de la pared vi una de esas pipas delgadas, que gustan
a ciertos aficionados, suficientemente larga, para sentarle bien a una
cabeza de turco, y suficientemente corta para satisfacer a un estudiante
alemán.
Gárgola mi amigo, la acerqué a mis labios.
¡En aquellos momentos me sentía un baja!
Arrojé al aire fresco la primera bocanada de humo.
¡Oh, mi Oriente deseado, por quien sufro la nostalgia de lo
desconocido!
Pasó él a mi vista, entre aquella opacidad nebulosa que flotaba delante
de mí como un velo sutil que envolviese un espíritu. Era una mujer muy
blanca que sonreía con labios venusinos y sangrientos como una rosa roja.
Eran unos tapices negros y amarillos, y una esclava circasiana que
danzaba descalza, levantando los brazos con indolencia. Y érase un gran
viejo hermoso como un Abrahán, con un traje rosa, opulento y crujidor, y
un turbante blanco, y una barba espesa, más blanca todavía, que le descendía
hasta cerca de la cintura.
El viejo pasó, el baile concluyó.
Solos la mujer de labios sangrientos y yo, ella me cantaba en su lengua
arábiga unas como melopeas desfallecientes, y tejía cordones de crines
de oro, echado cerca, miraba pensativo la lluvia del sol que caía en un
patio enlosado de mármol donde había rosales y manzanos.
Y deshizo el viento la primera bocanada de humo desapareciendo en
tal instante un negro gigantesco que me traía, cálida y olorosa, una taza
de café.
Arrojé la segunda bocanada.
Frío. El Rhin, bajo un cielo opaco. Venían ecos de la selva, y con el ruido
del agua formaban para mis oídos extrañas y misteriosas melodías
que concluían casi al empezar, fragmentos de strausses locos, fugas
cabamos de comer.
wagnerianas, o tristes acordes del divino Chopin. Allá arriba apareció la
luna, pálida y amortiguada. Se besaron en el aire dos suspiros del pino y
de la palmera. Yo sentía mucho amor y andaba en busca de una ilusión
que se me había perdido. De lo negro del bosque vinieron a mí unos enanos
que tenían caperuzas encarnadas y en las cinturas pendientes unos
cuernos de marfil. Tú que andas en busca de una ilusión –me dijeron–,
¿quieres verla por un momento?
Y los seguí a una gruta de donde emergía una luz alba y un olor de
violeta. Y allí vi a mi ilusión. Era melancólica y rubia. Su larga cabellera,
como un manto de reina.
Delgada y vestida de blanco, y esbelta y luminosa la deseada, tenía de
la visión y del ensueño. Sonreía, y su sonrisa hacía pensar en puros y paradisíacos
besos.
Tras ella, la mujer adorable, creí percibir dos alas como las de los arcángeles
bíblicos.
La hablé y brotaron de mi lengua versos desconocidos y encantadores
que salían solos y enamorados del alma.
Ella se adelantaba tendiéndome sus brazos.
–¡Oh –le dije–, por fin te he encontrado y ya nunca me dejarás!
Nuestros labios se iban a confundir, pero la bocana se extinguió perdiéndose
ante mi vista la figura ideal y el tropel de enanos que soplaban
sus cuernos en la fuga.
La tercera bocanada, plomiza y con amontonamiento de cúmulus, vino
a quedar casi fija frente a mis ojos.
Era un lago lleno de islas bajo el cielo tropical. Sobre el agua azul había
un lago lleno de islas bajo el cielo tropical. Sobre el agua azul había garzas
blancas, y de las islas verdes se levantaba al fuego del sol como una
tumultuosa y embriagante confusión de perfumes salvajes.
En una barca nueva iba yo bogando camino de una de las islas, y una
mujer morena, cerca, muy cerca de mí. Y en sus ojos todas las promesas,
y en sus labios todos los ardores, y en su boca todas las mieles. Su aroma,
como de azucena viva; y ella cantaba como una niña alocada, al son del
remo que partiendo las olas y chorreando espumas que plateaba el día.
Arribamos a la isla, y los pájaros al vernos se pusieron a gritar a coro:
«¡Qué felicidad! ¡Que felicidad!» Pasamos cerca de un arroyo y también
exclamó con su voz argentina: «¡Qué felicidad!» yo cortaba flores rústicas
a la mujer morena, y con el ardor de las caricias las flores se marchitaban
presto, diciendo también ellas: «¡Qué felicidad!» y todo se disolvió con la
tercera bocanada, como en un telón de silforama.

En la cuarta vi un gran laurel, todo reverdecido y frondoso, y en el
laurel un arpa que sonaba sola. Sus notas pusieron estremecimiento en
mi ser, porque con su voz armónica decía el arpa: «¡Gloria, gloria!»
Sobre el arpa había un clarín de bronce que sonaba con el estruendo de
la voz de todos los hombres al unísono, y debajo del arpa tenía nido una
paloma blanca. Alrededor del árbol y cerca de su pie, había un zarzal lleno
de espinas agudísimas, y en las espinas sangre de los que se habían
acercado al gran laurel. Vi a muchos que delante de mí luchaban destrozándose,
y cuando alguno, tras tantas bregas y martirios, lograba acercarse
y gozar de aquella sagrada sombra, sonaba el clarín a los cuatro
vientos.
Y a la gigantesca clarinada, llegaban a revolar sobre la cumbre del laurel
todas las águilas de los contornos.
Entonces quise llegar yo también. Lancéme a buscar el abrigo de aquellas
ramas. Oía voces que me decían: «¡Ven!», mientras que iban quedando
en las zarzas y abrojos mis carnes desgarradas. Desangrado, débil,
abatido, pero siempre pensando en la esperanza, juntaba todos mis esfuerzos
por desprenderme de aquellos horribles tormentos, cuando se
deshizo la cuarta bocanada de humo.
Lancé la quinta. Era la primavera. Yo vagaba por una selva maravillosa,
cuando de pronto vi que sobre el césped estaban bajo el ancho cielo
azul todas las hadas reunidas en conciliábulo. Presidía la madrina Mab.
¡Qué de hermosuras! ¡Cuántas frentes coronadas por una estrella! ¡Y yo
profanaba con mis miradas tan secretas y escondida reunión! Cuando me
notaron, cada cual propuso un castigo. Una dijo: -Dejémosle ciego. Otra:
–Tornémosle de piedra. –Que se convierta en árbol. –Conduzcámosle al
reino de los monos. –Sea azotado doscientos años en un subterráneo por
un esclavo negro. –Sufra la suerte del príncipe Camaralzamán.
–Pongámosle prisionero en el fondo del mar…
Yo esperaba la tremenda hora del fallo decisivo. ¿Qué suerte me tocaría?
Casi todas las hadas habían dado su opinión. Faltaban tan solamente
el hada Fatalidad y la reina Mab.
¡Oh, la terrible hada Fatalidad! Es la más cruel de todas, porque entre
tantas bellezas, ella es arrugada, gibosa, bizca, coja, espantosa.
Se adelantó riendo con risa horrible. Todos las hadas le temen un poco.
Es formidable. –no –dijo–, nada de lo que habéis dicho vale la pena. Esos
sufrimientos son pocos, porque con todos ellos puede llegar a ser amado.
¿No sabéis la historia de la princesa que se prendó locamente de un pájaro,
y la del príncipe que adoró una estatua de mármol y hielo? Sea condenado,
pues, a no ser amado nunca, y a caminar en carrera rápida el

camino del amor, sin detenerse jamás. El hada Fatalidad se impuso. Quedé
condenado, y fuéronse todas agitando sus varitas argentinas. Mab se
compadeció de mí. Para que sufras menos –me dijo- toma este amuleto
en que está grabada por un genio la gran palabra.
Leí: Esperanza.
Entonces comenzó a cumplirse la sentencia. Un látigo de oro me hostigaba,
y una voz me decía: –¡Anda! Y sentía mucho amor, mucho amor, y
no podía detenerme a calmar esa sed. Todo el bosque me hablaba. –Yo
soy amada –me decía una palmera estremeciendo sus hojas. –Soy amada
–me decía una tórtola en su nido. –Soy amado –cantaba el ruiseñor. –Soy
amado –rugía el tigre. Y todos los animales de la tierra y todos los peces
del mar y todos los pájaros del aire repetían en coro a mis oídos: –¡Soy
amado! Y la misma gran madre, la tierra fecunda y morena, me decía
temblando bajo el beso del sol: -¡Yo soy amada! Corría, volaba, y siempre
con la insaciable sed. Y sonaba hiriendo la áurea huasca y repetía:
–¡Anda! La siniestra voz. Y pasé por las ciudades. Y oía ruido de besos y
suspiros. Todos, desde los ancianos a los niños, exclamaban: –¡Soy amado!
Y las desposadas me mostraban desde lejos sus ramas de azahares.
Y yo gritaba: –¡Tengo sed! Y el mundo era sordo.
Tan sólo me reanimaba llevando a mis labios mi frío amuleto.
Y seguí, seguí…
La quinta bocanada se la había deshecho el viento.
Floto la sexta
Volví a sentir el látigo y la misma voz. ¡Anduve!
Lancé la séptima. Vi un hoyo negro cavado en la tierra, y dentro un
ataúd.
Una risa perlada y lejana de mujer me hizo abrir los ojos.
La pipa se había apagado.

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