viernes, 6 de diciembre de 2019

Decálogo para cuentistas

Decálogo para cuentistas

1. El cuento debe contar una historia. No hay cuento sin historia. El cuento se ha hecho para que el lector pueda a su vez contarlo.
2. La historia del cuento puede ser real o inventada. Si es real debe parecer inventada, y si es inventada, real.
3. El cuento debe ser de preferencia breve, de modo que pueda leerse de un tirón.
4. La historia contada por el cuento debe entretener, conmover, intrigar o sorprender, si todo ello junto, mejor. Si no logra ninguno de estos efectos, no sirve como cuento.
5. El estilo del cuento debe ser directo, sencillo, sin aspavientos ni digresiones. Dejemos eso para la poesía o la novela.
6. El cuento debe solo mostrar, no enseñar. De otro modo sería una moraleja.
7. El cuento admite todas las técnicas: diálogo, monólogo, narración pura y simple, epístola, collage de textos ajenos, etc., siempre y cuando la historia no se diluya y pueda el lector reducirla a su expresión oral.
8.  El cuento debe partir de situaciones en las que el o los personajes viven un conflicto que los obliga a tomar una decisión que pone en juego su destino.
9. En el cuento no deben haber tiempos muertos ni sobrar nada. Cada palabra es absolutamente imprescindible.
10. El cuento debe conducir necesaria, inexorablemente a un solo desenlace, por sorpresivo que sea. Si el lector no acepta el desenlace es que el cuento ha fallado.


Julio Ramon Riveiyro
[Decálogo: Texto completo]

¿Cómo escribe Javier Velazco?

“Dice Javier Marías que hay escritores que escriben con mapa y hay quienes escriben con brújula. Como yo no tengo brújula, lo hago mirando a las estrellas, luego me pierdo en la narración y suelo llegar al final por puro impulso de las vísceras. Escribo con el estómago y no lo pienso mucho“.
Dice que piensa mucho cada obra, pero no le sirve de nada, porque a pesar de que investiga sobre la historia y los personajes, al final termina contradiciendo todo lo que al principio pensaba y planeó. “De hecho escribo la historia para enterarme en qué termina. Tengo más fe en los instintos que en el raciocinio“. 
 Yo no creo en la inspiración. Creo en la transpiración. Es decir, el tiempo que uno se sienta y realmente se pone a tratar de escribir. No sé si en ese momento se me vendrá a la mente algo que sucedió hace diez años o algo que sucedió hace cuarenta, o algo que me imaginé hace cinco minutos. Eso no lo sé. Ignoro de antemano de qué zona de la realidad voy a tomar lo que necesito para mi novela porque no sé qué pasa con ella. La novela es una gran aventura, no sé de dónde la voy a sacar, seguramente de donde pueda, desesperadamente, como casi siempre.
Eva Usi, 2014.
https://m.dw.com/es/xavier-velasco-el-chico-terrible-de-la-literatura-mexicana/a-17988715

miércoles, 4 de diciembre de 2019

y cuando despertó

Y cuando despertó el dinosaurio ya no estaba ahí, ni ella, ni la Smart tv, ni el refrigerador, ni la sala. 

martes, 3 de diciembre de 2019

¿Así que quieres ser escritor?


Si no te sale ardiendo de dentro,
a pesar de todo,
no lo hagas.
A no ser que salga espontáneamente de tu corazón
y de tu mente y de tu boca
y de tus tripas,
no lo hagas.
Si tienes que sentarte durante horas
con la mirada fija en la pantalla del computador
o clavado en tu máquina de escribir
buscando las palabras,
no lo hagas.
Si lo haces por dinero o fama,
no lo hagas.
Si lo haces porque quieres mujeres en tu cama,
no lo hagas.
Si tienes que sentarte
y reescribirlo una y otra vez,
no lo hagas.
Si te cansa solo pensar en hacerlo,
no lo hagas.
Si estás intentando escribir
como cualquier otro, olvídalo.
Si tienes que esperar a que salga rugiendo de ti,
espera pacientemente.
Si nunca sale rugiendo de ti, haz otra cosa.
Si primero tienes que leerlo a tu esposa
o a tu novia o a tu novio
o a tus padres o a cualquiera,
no estás preparado.
No seas como tantos escritores,
no seas como tantos miles de
personas que se llaman a sí mismos escritores,
no seas soso y aburrido y pretencioso,
no te consumas en tu amor propio.
Las bibliotecas del mundo
bostezan hasta dormirse
con esa gente.
No seas uno de ellos.
No lo hagas.
A no ser que salga de tu alma
como un cohete,
a no ser que quedarte quieto
pudiera llevarte a la locura,
al suicidio o al asesinato,
no lo hagas.
A no ser que el sol dentro de ti
esté quemando tus tripas, no lo hagas.
Cuando sea verdaderamente el momento,
y si has sido elegido,
sucederá por sí solo y
seguirá sucediendo hasta que mueras
o hasta que muera en ti.
No hay otro camino.
Y nunca lo hubo.


¿Así que quieres ser escritor?
Charles Bukowski

Decálogo del perfecto cuentista, Horacio Quiroga,

I
Cree en un maestro -Poe, Maupassant,
Kipling, Chejov- como en Dios mismo.
II
Cree que su arte es una cima inaccesible.
No sueñes en domarla. Cuando puedas
hacerlo, lo conseguirás sin saberlo tú
mismo.
III
Resiste cuanto puedas a la imitación, pero
imita si el influjo es demasiado fuerte.
Más que ninguna otra cosa, el desarrollo
de la personalidad es una larga paciencia
IV
Ten fe ciega no en tu capacidad para el
triunfo, sino en el ardor con que lo
deseas. Ama a tu arte como a tu novia,
dándole todo tu corazón.
V
No empieces a escribir sin saber desde la
primera palabra adónde vas. En un
cuento bien logrado, las tres primeras
líneas tienen casi la importancia de las
tres últimas.
VI
Si quieres expresar con exactitud esta
circunstancia: "Desde el río soplaba el
viento frío", no hay en lengua humana
más palabras que las apuntadas para
expresarla. Una vez dueño de tus
palabras, no te preocupes de observar si
son entre sí consonantes o asonantes.
VII
No adjetives sin necesidad. Inútiles serán
cuantas colas de color adhieras a un
sustantivo débil. Si hallas el que es
preciso, él solo tendrá un color
incomparable. Pero hay que hallarlo.
VIII
Toma a tus personajes de la mano y
llévalos firmemente hasta el final, sin ver
otra cosa que el camino que les trazaste.
No te distraigas viendo tú lo que ellos no
pueden o no les importa ver. No abuses
del lector. Un cuento es una novela
depurada de ripios. Ten esto por una
verdad absoluta, aunque no lo sea.
IX
No escribas bajo el imperio de la emoción.
Déjala morir, y evócala luego. Si eres
capaz entonces de revivirla tal cual fue,
has llegado en arte a la mitad del camino
X
No pienses en tus amigos al escribir, ni en
la impresión que hará tu historia. Cuenta
como si tu relato no tuviera interés más
que para el pequeño ambiente de tus
personajes, de los que pudiste haber sido
uno. No de otro modo se obtiene la vida
del cuento.


Decálogo del perfecto cuentista, Horacio Quiroga,

viernes, 29 de noviembre de 2019

ORACIÓN POR MARILYN MONROE


Señor
recibe a esta muchacha conocida en toda la Tierra con el nombre de Marilyn Monroe,
aunque ése no era su verdadero nombre
(pero Tú conoces su verdadero nombre, el de la huerfanita violada a los 9 años
y la empleadita de tienda que a los 16 se había querido matar)
y que ahora se presenta ante Ti sin ningún maquillaje
sin su Agente de Prensa
sin fotógrafos y sin firmar autógrafos
sola como un astronauta frente a la noche espacial.
Ella soñó cuando niña que estaba desnuda en una iglesia (según cuenta el Times)
ante una multitud postrada, con las cabezas en el suelo
y tenía que caminar en puntillas para no pisar las cabezas.
Tú conoces nuestros sueños mejor que los psiquiatras.
Iglesia, casa, cueva, son la seguridad del seno materno
pero también algo más que eso...

Las cabezas son los admiradores, es claro
(la masa de cabezas en la oscuridad bajo el chorro de luz).
Pero el templo no son los estudios de la 20th Century-Fox.
El templo —de mármol y oro— es el templo de su cuerpo
en el que está el hijo de Hombre con un látigo en la mano
expulsando a los mercaderes de la 20th Century-Fox
que hicieron de Tu casa de oración una cueva de ladrones.
Señor
en este mundo contaminado de pecados y de radiactividad,
Tú no culparás tan sólo a una empleadita de tienda
que como toda empleadita de tienda soñó con ser estrella de cine.
Y su sueño fue realidad (pero como la realidad del tecnicolor).
Ella no hizo sino actuar según el script que le dimos,
el de nuestras propias vidas, y era un script absurdo.
Perdónala, Señor, y perdónanos a nosotros
por nuestra 20th Century
por esa Colosal Super-Producción en la que todos hemos trabajado.
Ella tenía hambre de amor y le ofrecimos tranquilizantes.
Para la tristeza de no ser santos
                                                        se le recomendó el Psicoanálisis.
Recuerda Señor su creciente pavor a la cámara
y el odio al maquillaje insistiendo en maquillarse en cada escena
y cómo se fue haciendo mayor el horror
y mayor la impuntualidad a los estudios.

Como toda empleadita de tienda
soñó ser estrella de cine.
Y su vida fue irreal como un sueño que un psiquiatra interpreta y archiva.

Sus romances fueron un beso con los ojos cerrados
que cuando se abren los ojos
se descubre que fue bajo reflectores
                                                              ¡y se apagan los reflectores!
Y desmontan las dos paredes del aposento (era un set cinematográfico)
mientras el Director se aleja con su libreta
          porque la escena ya fue tomada.
O como un viaje en yate, un beso en Singapur, un baile en Río
          la recepción en la mansión del Duque y la Duquesa de Windsor
vistos en la salita del apartamento miserable.
La película terminó sin el beso final.
La hallaron muerta en su cama con la mano en el teléfono.
Y los detectives no supieron a quién iba a llamar.
Fue
como alguien que ha marcado el número de la única voz amiga
y oye tan solo la voz de un disco que le dice: WRONG NUMBER
O como alguien que herido por los gangsters
alarga la mano a un teléfono desconectado.

Señor:
quienquiera que haya sido el que ella iba a llamar
y no llamó (y tal vez no era nadie
o era Alguien cuyo número no está en el Directorio de los Ángeles)
            ¡contesta Tú al teléfono!

autógrafo
Ernesto Cardenal

domingo, 10 de noviembre de 2019

Para todos los amantes de "El Principito".

Para todos los amantes de "El Principito".

¡A que no sabían que "La Rosa" no era solo un personaje cualquiera! Este personaje resulta ser la salvadoreña Consuelo Suncín, esposa de Antoine de Saint Exupery, mujer controversial considerada por algunos una mujer adelantada a su época y  para otros, una mujer con vocación "puteril" (así dicen los libros).

Hija de un General dueño de fincas cafetaleras, a los 18 años consigue una beca y se va a Estados Unidos a estudiar inglés; esto dice mucho de ella, ya que salir de su casa en esa época era algo muy mal visto.  Se casa con un militar mexicano, aunque después se supo que solo era un vendedor de pinturas caseras.  Consuelo decide divorciarse meses antes de que su esposo muriera en un accidente de ferrocarril.

Viuda y con ganas de comerse al mundo,  llega a México con una carta de recomendación y solicita entrevistarse con José Vasconcelos, si, el mismo que dijo “por mi raza hablará el espíritu”; este personaje la hace esperar por dos horas y cuando al fin la recibe, le dice: “una mujer bonita, joven y viuda no necesita trabajar, puede ganarse la vida con sus encantos”.

Consuelo insiste en una segunda entrevista y aunque Vasconcelos no le da el empleo, le ayuda para estudiar Derecho, se enamora de ella y tienen un romance de esos con notas de mil colores.

La lleva a París y conoce al prosista guatemalteco Enrique Gómez Carrillo, quien en su tiempo era considerado el más exitoso escritor latinoamericano. Consuelo lo abandona y se casa con Gómez Carrillo. Despechado, Vasconcelos le dedica varias páginas en sus memorias y dice que el romance con el príncipe de los cronistas es debido a la vocación "puteril" de su amada.

Vuelve a quedar viuda pero ahora con mucho dinero, así que bonita, joven, viuda y con mucho dinero, viaja a Buenos Aires a liquidar las propiedades de su difunto marido y ahí conoce a Antoine de Saint Exúpery. Lo de ellos fue amor a primera vista, él la invita a volar y ahí suceden una serie de incidentes pero Consuelo mantiene a raya a Antoine (Creo que ella me ha domesticado, dice Saint Exúpery. ¿Les suena?).  Se casan en contra de la voluntad de la familia del escritor ya que era odiada por la sociedad francesa por el hecho de ser extranjera, "venida de quien sabe dónde”. En realidad no le perdonaban que una mujer viuda y de origen indígena se ganara el corazón del escritor más famoso de Francia.  La familia Saint Exúpery era terriblemente antisemita y para ellos ese matrimonio era peor aún que casarse con una judía. La única defensora de Consuelo fue su suegra y según sus propias palabras: “si su hijo la amaba, ella la amaba”.

Consuelo y Antoine vivieron 13 años de matrimonio intenso, él con sus frecuentes viajes, el gusto por la vida bohemia y sus múltiples infidelidades (“Vete a ver las rosas, que así comprenderás que la tuya es única en el mundo”. ¿Les vuelve a sonar?).

Según palabras de ella, ser la esposa de un piloto fue un suplicio, pero serlo de un escritor, fue un verdadero martirio. A pesar de sus peleas siempre estaban al pendiente uno del otro, ella era asmática como "La Rosa" (que tosía) y el Principito la tenía en un capelo para que no le pasara nada.

La sociedad francesa trató de no relacionar su nombre con el escritor y le propinaron tremendos desaires, y fue hasta hace pocos años que reconocieron que sin su influencia, El Principito no habría sido escrito.

En lo que muchos están de acuerdo es en que más que una fábula filosófica, como muchos lo han hecho creer, "El Principito" es una alegoría de la propia vida de Saint-Exupéry, de sus incertidumbres y su búsqueda de paz interior. Pero también es una alusión a la atormentada relación con Consuelo.
Y Consuelo fue la musa que inspiró a la rosa de "El Principito".
"La rosa es Consuelo", afirma Marie-Helene Carbonel. "Los tres volcanes son los volcanes de El Salvador. Los baobabs son las ceibas a la entrada del pueblo de Armenia, en El Salvador. La rosa que tose es Consuelo, que sufre de asma, que es frágil y por eso está protegida bajo una campana de cristal".
"Las otras cinco mil rosas pueden ser las otras mujeres de Saint-Exupéry, pero para El Principito esas rosas no valen nada, la única que vale es su rosa".
"Se ha querido presentar a este libro como un cuento para niños. Pero no lo es de ningún modo. Es un libro que escribió para pedir perdón a Consuelo, es un acto de contrición", dice la escritora francesa.

El escrito no es mío, ni lo he encontrado yo. Solo lo vi en un grupo y creí que les interesaría, por eso lo he compartido aquí.   🌷

martes, 29 de octubre de 2019

Ven

Ven, te quiero gemir en el oído toda la poesía que llevo dentro. Te quiero entregar estos versos al filo de un orgasmo. Ven ahora que mis piernas me tiemblan y no hago más que pronunciar tu nombre hasta la muerte. Ven, que ya van tres veces que me vengo y aún me queda mucho placer para darte. Ven, que mis labios guardan la prosa más húmeda, el mar en gotitas de fuego, aquí donde jamás deja de ser verano. Déjame gemirte poesía.
-Après la mort, Mercedes Reyes Arteaga.

sábado, 19 de octubre de 2019

Cuento de Carlos Miron

Soñaba con el día en que lo dejaría todo. Me iría a vivir con él al bosque luego de reunir el suficiente dinero para iniciar mi huerto en su casa.
Lo conocí un día en en la tienda de herramientas. Yo buscaba macetas para mi jardín de pared cuando lo vi decidiendo qué pala comprar. Me sonrió y no pude resistirme. Yo buscaba dónde poner tierra y él con qué sacarla. Algo nos hizo vernos por un par de meses hasta que él decidió invitarme a vivir en su cabaña. Le dije que sí, sólo necesitaba tiempo para acomodar mis cosas. Conseguí el dinero. Renté mi apartamento, empaqué y me fui en busca de la libertad en el bosque.
Los primeros días comenzamos con la plantación. Con cuidado él hacía los hoyos en su patio trasero para mis plantas y yo las acomodaba. Hasta el día en el que quise plantar un par de pinos en el patio delantero. Él se opuso. Yo lo ignoré y esperé el día en el que se iba a ver herramientas a la ciudad para plantarlos yo misma.
Tomé su pala desgastada y comencé con los pozos. Fue fácil quitar la tierra hasta que te desenterré, lástima que él me descubrió. Sé que la nueva tiene el mismo sueño que tú y yo. Nos desenterrará y nos ayudará a sentir, te lo juro, la libertad que él nos prometió.

Carlos Mirón
https://m.facebook.com/carlos.miron.944

domingo, 22 de septiembre de 2019

¿Cómo escribe Javier Velasco?

“Dice Javier Marías que hay escritores que escriben con mapa y hay quienes escriben con brújula. Como yo no tengo brújula, lo hago mirando a las estrellas, luego me pierdo en la narración y suelo llegar al final por puro impulso de las vísceras. Escribo con el estómago y no lo pienso mucho“.

Dice que piensa mucho cada obra, pero no le sirve de nada, porque a pesar de que investiga sobre la historia y los personajes, al final termina contradiciendo todo lo que al principio pensaba y planeó. “De hecho escribo la historia para enterarme en qué termina. Tengo más fe en los instintos que en el raciocinio“. 

 Yo no creo en la inspiración. Creo en la transpiración. Es decir, el tiempo que uno se sienta y realmente se pone a tratar de escribir. No sé si en ese momento se me vendrá a la mente algo que sucedió hace diez años o algo que sucedió hace cuarenta, o algo que me imaginé hace cinco minutos. Eso no lo sé. Ignoro de antemano de qué zona de la realidad voy a tomar lo que necesito para mi novela porque no sé qué pasa con ella. La novela es una gran aventura, no sé de dónde la voy a sacar, seguramente de donde pueda, desesperadamente, como casi siempre.

Eva Usi, 2014.

https://m.dw.com/es/xavier-velasco-el-chico-terrible-de-la-literatura-mexicana/a-17988715

jueves, 19 de septiembre de 2019

Telegrama urgente

TELEGRAMA URGENTE

El Presidente Municipal de una población costera recibe un telegrama urgente que dice:

Al Presidente Municipal:

"MOVIMIENTO TELÚRICO TREPIDATORIO DETECTADO EN SU ZONA. LOCALIZAR EPICENTRO E INFORMAR DE ALTERACIONES CON LA FLORA Y LA FAUNA"

OJO, PUDIERAN RECIBIR TSUNAMI."

Varias semanas después llega la respuesta del presidente municipal:

"EPICENTRO FUE LOCALIZADO Y ARRESTADO, ....ESTA CONFESO Y PRESO, ESPERAMOS ORDENES SUPERIORES......

TELÚRICO, QUEDO MUERTO DE 3 PLOMAZOS EN EL LUGAR DE LOS HECHOS.......(YA LE TRAÍAN GANITAS).

TREPIDATORIO Y OTROS 15 DESGRACIADOS SE DIERON A LA FUGA, PERO LOS SEGUIMOSDE CERCA.

A LA FLORA Y A LA FAUNA LAS CORRIMOS DEL PUEBLO POR PIRUJAS, CLARO DESPUÉS DE PASARLAS POR LAS ARMAS.

RESPECTO AL EL SURIMI MEJOR NO NOS MANDEN, YA QUE NOSOTROS PREFERIMOS COMER GUACHINANGOS FRESCOS, PERO GRACIAS DE TODOS MODOS.

PD. NO HABÍAMOS PODIDO INFORMAR ANTES PORQUE HUBO UN TEMBLOR DE LA FREGADA Y SE SALIO EL PINCHE MAR........"

Atentamente:

El Presidente Municipal 

miércoles, 18 de septiembre de 2019

Cinismo, de Sergio Bizzio

Cinismo, de Sergio Bizzio

 


Muhabid Jasan es un tipo “interesante”. Su esposa Érika es una mujer “con inquietudes”. Tienen un hijo, Álvaro (15 años, pálido y alto), que representa a una categoría es­pecial: el sensible espontáneo. La gente con inquietudes y la gente interesante puede mezclarse y confundirse; el sen­sible espontáneo es algo único, recortado. Tiene rasgos del tipo con inquietudes, pero nunca resulta interesante. Lo suyo más bien es repugnar. En un extremo está el ge­nio, aquél capaz de convertirse en una industria de produ­cir historia personal, y en algunos casos obra. El sensible espontáneo está en el extremo opuesto.

Álvaro era capaz de hacerte caer desde lo alto de un puente por alzar un brazo hacia la puesta de sol. Mente siempre dispuesta, curiosidad indiscriminada, lágrima fácil, estas son algunas de las características positivas del sensible espontáneo. Las negativas son mucho peores todavía: tor­peza, espíritu poético, carácter de mercurio, hiperadaptable, y algún que otro rapto de impostación maldita. El sensible espontáneo está siempre lleno de buenas intenciones.

Érika, la madre de Álvaro, era economista, pero le in­teresaban también la política, la botánica, la literatura, el sumié, la decoración de interiores, la grafología, los viajes espaciales, el folklore andino, la música, la energía, la mo­da, los lugares exóticos, el budismo zen, el tema OVNI, la pigmentación de telas, la antropología, la psicología, la alimentación sana, y -quizá para sentirse más cerca de su hijo- la informática. El padre de Álvaro era músico de ci­ne. Había compuesto las bandas sonoras de muchos films argentinos y europeos y últimamente estaba ganando mu­cho dinero. Un estudio de Los Ángeles acababa de contra­tarlo para trabajar a partir de marzo en la música de un film exquisitamente perverso, exquisitamente comercial, así que, antes de irse para arriba, se fue a la derecha, a la casa de veraneo de unos amigos en Punta del Este.

Los amigos eran Suli y Néstor Kraken. Suli era homeó­pata y Néstor Kraken sociólogo. Los dos pertenecían a la categoría “interesante”. Eran cultos, eruditos. Por momen­tos incluso inteligentes. Tenían una hija llamada Rocío, de 12 años, con un defecto físico general, muy perturbador si uno está sobrio cuando la mira: es hermosa por partes y horrible en su conjunto. Se diría que da la impresión de haber sido barajada más que concebida. Observarla es meterse de lleno en un vértigo aritmético, de dolorosas combinaciones. Sus ojos, por ejemplo. Un millón de muje­res (y de hombres) querrían tener ojos como los ojos de Rocío, pero ninguno los aceptaría si la condición fuera que vinieran acompañados por la nariz, que a la vez es perfecta (sola). Y así en todas direcciones hasta el final.

Lo perturbador del aspecto de Rocío tenía sin embar­go un atenuante, que era casi una bendición: no encajaba con su carácter. “Si fuese igual por adentro que por afue­ra sería esquizofrénica”, le comentó Muhabid a Érika du­rante el viaje en Ferry, en un momento en el que ambos creyeron que Álvaro dormía. Muhabid estaba preocupado porque iban a pasar dos semanas en la casa de los Kraken, y Álvaro se aburriría como una ostra en compañía de Rocío. Érika no dijo nada; sabía que en realidad la preocupación de Muhabid pasaba por otro lado… Muhabid sospechaba que Álvaro era gay. Y Rocío no le permitía hacerse ningu­na ilusión de sexo para su hijo. Ni se le cruzaba por la ca­beza que Álvaro pudiera sentirse atraído por ella. Era una lástima, una oportunidad perdida.

Pero Muhabid tenía razón; Rocío era una chica total­mente normal (todavía virgen y caprichosa) aunque con una particularidad: era la chica más cínica que había co­nocido. Hasta sus propios padres habían aceptado en al­guna ocasión que Rocío era “un poco agria”.

Durante esa semana, Muhabid, Suli y Néstor bebieron dos botellas de whisky por día y mantuvieron largas con­versaciones muy interesantes que abarcaban el arco com­pleto de las principales actividades humanas. Saltaban de la política al arte con una facilidad de gimnastas, dispa­rando allá y aquí nombres como Hitler, Warhol, Buda, Welles, en los momentos amables -cuando el alcohol o la marihuana les bajaban las defensas y podían permitirse ci­tas y referentes simples-, y pulseando de tanto en tanto con sus erudiciones de la manó de algún Altieri o algún Morovsky, en los momentos en que todos sentían que dos semanas en la misma casa iba a ser demasiado. Érika sólo tomaba agua mineral.

El primer encuentro a solas entre Álvaro y Rocío fue en la playa, al atardecer del segundo día. Hasta ese momen­to Álvaro se había limitado a miraría con temor, y Rocío con desconfianza, A ella le molestaba la actitud de Álvaro, que seguía la conversación de los padres con el ceño fruncido, prestando muchísima atención, como si todo el tiempo es­tuviera aprendiendo cosas nuevas. Era ridículo. De tanto en tanto, incluso, se atrevía a decir algo, pero Rocío se da­ba cuenta de que no eran opiniones sino meras “colabora­ciones” con la charla, y se reía por lo bajo con un gesto de desprecio. Esa tarde, cuando se encontraron por primera vez a solas, lo primero que hizo Rocío fue preguntarle si venía de hacerse la paja.

-¿Por? -dijo Álvaro.

Nunca le habían hecho una pregunta así. Es verdad que Álvaro vivía haciéndose la paja, y que enseguida se sintió descubierto, pero el azar de una coincidencia entre los he­chos reales y una pregunta cualquiera hizo que se sintiera poco menos que violado. Así que no le quedó más reme­dio que ser sincero:

-¿Cómo sabes?

-Se te nota en la cara -le contestó Rocío y lo miró de arriba abajo, como diciendo que también se le notaba en el cuerpo.

Se hizo una pausa.

Después Rocío giró sobre un talón, le dio la espalda y volvió a mirar el mar.

Hacía mucho calor, y al mismo tiempo soplaba un viento helado. Las reacciones elementales del cuerpo an­daban a la deriva, oscilando entre el encogimiento y la ex­pansión. Todo, como en la frase anterior, se disculpaba: era horrible y a la vez inevitable. El cielo estaba encapo­tado, pero aun así sobraba luz. El horizonte era borroso, las olas se sucedían bajas y lentas, como dormidas. Un chico dorado, un grasa católico de San Isidro, aguardaba, sentado en su tabla de surf (con la mente en blanco, llena de espuma), una ondulación de la que pudiera decir: “¡Guau, qué ola!” Pero eso era algo que por el momen­to no se daba.

La contrariedad del grasa dorado era tan evidente que hasta Álvaro la sintió. Álvaro estaba formateado para lle­var de por vida la marca de su cuna {varios meses antes de su nacimiento le habían mandado hacer una cuna de ma­deras “elegidas con el corazón” después de un largo “pro­ceso de observación sensible” y trabajadas “artesanalmente desde el amor” por un farsante carpintero que hacía su ta­rea en la parte luminosa del mundo, con herramientas y materiales que no deberíamos prestar nunca a nadie), así que sintió un escalofrío, y en el acto estuvo en desacuerdo con Rocío. Fue increíble, porque ninguno de los dos había dicho nada todavía.

Rocío había captado la contrariedad del grasa incluso antes que el mismo grasa. Hay que aclarar que Rocío la hubiera captado de cualquier manera -es decir, aunque no hubiera habido ninguna contrariedad-, y que lo habría di­cho, quizá en voz baja (como si acabara de descubrirlo, no de inventarlo) y precisamente por eso la contrariedad se hubiera apoderado del grasa en el mar. El cinismo de Ro­cío hacía magia. Álvaro se había detenido al verla; ahora reanudaba la marcha.

Así, en un abrir y cerrar de ojos, estuvieron ya instala­dos en el campo de la grosería.

-¿Y vos? ¿Te haces la paja también o…?

-Yo me hago la paja todos los días. ¿Querés saber por qué?

-Dale.

-Porque me gusta.

(En ese momento hubo una ola, pero el surfista estaba distraído y la perdió.)

-Qué raro… -dijo Álvaro después de pensar un rato largo en lo que acababa de ocurrir-, ¿Sabes que nunca ha­bía venido a Punta del Este?

El sensible espontáneo activa mecanismos de escape asombrosos: va hacia el glamour cuando lo humillan.

Rocío se dio vuelta y lo miró.

-Decime, ¿vos sos boludo o te pica el culo?

-¿Por? -preguntó Álvaro.

-¿Estamos hablando de la paja y me salís con Punta del Este? ¿Dónde veraneaste el año pasado?

-En Cancún.

-¿Y nunca te hiciste la paja allá?

-Uh, un millón de veces.

-¿Y entonces qué mierda te importa si viniste o no vi­niste a Punta del Este?

Álvaro bajó la vista avergonzado y enganchó con el pulgar del pie derecho la pinza de un cangrejo muerto, su­biéndola y bajándola varias veces con el dedo, como si lo conociera y estuviera saludándolo. Todavía con la vista en el cangrejo, le preguntó la edad. Rocío le dijo que tenía 12 y que estaba harta de decirlo: ese año ya se lo habían pre­guntado más de veinte veces. Se sentó.

-Sentate -le dijo.

Álvaro se dejó caer de rodillas a su lado.

“Si yo fuera poeta”, pensó Rocío al verlo arrodillarse, “di­ría que acabo de tocar el corazón de un idiota.” Pero dijo:

-Apoya el culo que te quiero decir algo importante.

Álvaro obedeció. Le dio trabajo, pero obedeció. Cuan­do por fin estuvo sentado como ella quería, la oyó decir:

-Nunca me acosté con nadie. ¿Vos te acostarías?

-¿Con quién?

-Conmigo.

-¿Con vos?

-¡Puf! -hizo Rocío, pero no se desanimó-. Ahora yo te digo “sí, conmigo”… y vos me preguntas “¿Si yo me acos­taría con vos?”… y yo te digo “sí, si vos te acostarías con­migo”… y vos me decís “¿Cómo si yo me acostaría con vos?”… y yo te digo “Álvaro…” y me da un poco de im­presión decir tu nombre, porque no te conozco y sin em­bargo te pregunto si te acostarías conmigo…

-¿Vos querés que yo me acueste con vos?

-¿Ves lo que te digo? Sos un -parpadeó- pajero.

Se levantó, harta.

-Vos no te perdiste nada. Yo perdí una oportunidad. Chau -dijo y se fue.

Álvaro se quedó ahí parado un rato largo pensando con el lóbulo paterno que Rocío tenía algo “interesante” después de todo. Era honesta, sincera, valiente, y había que reconocer que dominaba como pez al agua la econo­mía de palabras: con apenas un puñado de frases había lle­gado al extremo de invitarlo a coger, además de sacarle que era un pajero.

Esa noche, y durante todo el día siguiente, la evitó a conciencia.

De los cuatro adultos, Érika era la única que no bebía. A pesar de ese defecto participaba de las charlas alcoholizadas de los demás, iba de buen humor a la playa con ellos, ayu­daba en la cocina, pero lo cierto es que pasaba mucho más tiempo sola, apartada. Había llevado una carpeta con gran­des hojas de dibujo y unas acuarelas y solía sentarse a la sombra de un árbol a pintar y fumar. Fumaba marihuana de la mañana a la noche. Estaba en otro mundo, de hecho infi­nitamente mejor y más sano -según ella- que el mundo de al­cohol en el que nadaban los demás. Muhabid, por ejemplo, era un hombre duro e insensible que llevaba adelante su ca­rrera de artista a fuerza de técnica y aplicación. No tenía nin­gún talento, pero le hubiera ido bien en cualquier parte. Era la gota destilada de la eficacia, la esencia misma de la ma­durez. Y a pesar de eso una tarde, en mitad de la botella, se sintió repentinamente agotado, harto de tanta conversa­ción; salió de la casa diciendo que iba a tomar un poco de aire, se metió en el bosque y oyó de pronto, amplificado, el ruido de sus pasos sobre las hojas secas: lo aturdía. Quedó inmóvil.

Entonces sintió un cosquilleo en el cuello. Era un bichito redondo, con ojos amarillos delineados en negro, un bichito obeso, inofensivo, atónito, que hacía pensar en lo inservible, en algo ajeno al ecosistema o por fuera de él. Muhabid notó que la naturaleza había provisto al insecto de una dura coraza roja para que tuviera al menos una chance de mantener a salvo su inutilidad. ¿Por qué era tan ignorante la naturaleza? Muhabid puso al insecto con cui­dado sobre el tronco de un árbol y, para no mancharse las manos con sangre, se sacó una ojota y lo aplastó. Después, mientras salía corriendo del bosque, se llevó a Érika por delante.   Muhabid  dijo  algo  ridículo,  algo  así como “¡Oop!”, rebotó y antes de caer de espaldas dio varias zancadas hacia atrás tratando de recuperar el equilibrio. Érika soltó una carcajada, pero enseguida se puso triste: la imagen de su esposo trastabillando era una más de entre las cien imágenes que en el último año le decían que ya no estaba enamorada de ese hombre. Lo ayudó a levantarse, cruzaron un par de palabras y se fueron cada cual por su lado. Érika se metió en el bosque a pintar.

Había abollado una de las hojas y ya promediaba el se­gundo fracaso cuando oyó algo que le llamó la atención. Se levantó, zigzagueó un poco por entre los árboles y sor­prendió a Álvaro masturbándose de pie, con la malla en las rodillas y un dedo metido en el culo. Fue ese dedo lo que la hizo llamar:

-¡Álvaro!

Se arrepintió en el acto.

El pobre Álvaro ni la miró. Ni siquiera se movió. Quizá cambió milimétricamente la posición del cuerpo, pero lo cierto es que se las ingenió para adoptar el aire inocente y en babia del que orina, y dijo con voz tranquila:

-Ya voy…

Milagrosamente, logró apoyar la ficción con un chorro de pis.

Lo único raro era el dedo en el culo.

Érika no pudo soportarlo. Dio media vuelta y se fue.

Entró a la casa con palpitaciones. Nadie lo notó y ella no dijo nada. Esa noche, durante la cena, debió esforzar­se para no mirar a su hijo; de pronto no quería hacer otra cosa que mirarlo. Hay que reconocer que no es lo mismo para una madre, por más culta y sensible que sea, ver a su hijo masturbándose que verlo humillado con un dedo en el culo mientras suben y bajan sin posarse nunca los velos del simulacro. Álvaro, por su parte, se metió más que nun­ca en la charla de los mayores, recordándoles dónde esta­ban cada vez que perdían el hilo, e incluso atreviéndose a censurarlos si se ponían cínicos o maliciosos. Estaba segu­ro de que no había salido bien parado del episodio con su madre, pero tenía la esperanza de borrar el impacto de la escena con una buena dosis de naturalidad.

Rocío lo observaba y le parecía más estúpido que nunca. Al otro día en la playa se lo hizo saber. Los adultos comían choclos; Álvaro estaba en la orilla haciéndole monerías a un extraño, un bebé de menos de un año de edad que lo mira­ba inmóvil, sentado en la arena como un muñeco de goma al borde del llanto. Rocío se había pasado buena parte de la mañana azotando el aire con una vara de mimbre que había traído de la casa: le encantaba el sonido. Con esa va­ra le tocó un hombro.

-Álvaro -le dijo-, ¿vos sos siempre así?

Álvaro hizo un movimiento brusco, con la intención de atrapar al bebé, que se caía de costado, pero un hombre rojo con malla blanca y gorro azul, como la bandera de Francia, le ganó de mano. Después dijo:

-¿Así cómo?

-Como hoy en la mesa. Te la pasaste diciendo boludeces. ¿Pensaste en lo que te dije? ¿Querés acostarte conmi­go sí o no?

-No.

-¿Por qué?

-Porque sos muy chica.

-¿Y qué tiene?

-Yo tengo 15 años… Además vos a mí no me bancas.

-Es verdad. Por eso quiero hacerlo con vos. Porque quie­ro perder la virginidad pero no quiero enamorarme -y se rió.

-Vos estás mal de la cabeza…

-No. Me río, pero te juro que es verdad. Yo jamás me podría enamorar de alguien como vos.

-Ni yo de vos.

Rocío negó en silencio con la cabeza, de golpe triste.

-“Ni yo de vos” -murmuró-. ¿Cómo vas a decir eso?

-Lo dijiste vos.

-Decirlo está bien, pero repetirlo… -su tono era de decep­ción-. Me decís que no te podés acostar conmigo porque sos mucho más grande que yo y después repetís lo que digo…

-¿Sabés qué creo yo? -dijo Álvaro. Ahora estaba indig­nado-. Yo creo que hay gente que está en este mundo so­lamente para que el mundo sea cada día un poquito peor de lo que es, y que vos sos una de esas personas.

Tomó aire.

Rocío no. Rocío lo miró y sus labios se entreabrieron lentamente, como si acabara de recibir un puñetazo en el estómago. Álvaro, cuya sensibilidad crecía a cada momento, como un cáncer, sintió que había sido injusto, demasiado duro con ella. Alzó una mano para empezar una disculpa, pero en ese momento Rocío dijo:

-No puedo creer la grasada que dijiste. Te juro por mi madre que nunca oí una cosa así. Es la cima, Álvaro. Si al­guien te pregunta dónde estás, vos decí que estás en la ci­ma. No importa la cima de qué. Vos decí que estás en la cima y vas a ver que todo el mundo te entiende.

Álvaro dejó caer la mano.

-Insoportable… -dijo.

Mientras Rocío se alejaba, a Álvaro se le cruzaron por la cabeza un montón de supersticiones propias del sensi­ble espontáneo: que la gente inteligente es progresista en política, que cualquier persona merece ser escuchada, que en todas partes hay poesía, que en esencia el ser humano es bueno y que los chinos son los mejores acróbatas del mundo, entre otras. Fue como si, para no derrumbarse, re­pasara o tanteara los cimientos sobre los que creía estar en pie. Y lo hizo tan bien que tuvo una erección.

Era demasiado. Aprovechando el impulso, salió en bus­ca de Rocío.

Estaba tan furioso que abrió sin ruido la puerta de su cuarto. Rocío lloraba boca abajo sobre la cama. Tenía la cara hundida en la almohada y empujaba su cabeza hacia abajo con las manos enlazadas sobre la nuca, como si qui­siera hundirla todavía un poco más.

Álvaro, que había venido volando, frenó en seco y sus pies se posaron lentamente en el suelo. No era lo que espe­raba encontrar; no era el momento de devolver la bofetada, pero tampoco tenía ganas de consolarla. Así que empezó a dar la vuelta, decidido a irse. Entonces Rocío dijo:

-¡Quedate ahí!

Era una orden.

Rocío lloró un momento más. Álvaro, mientras tanto, permaneció allí de pie, mudo como una estaca, mirándola. Le llamó la atención el llanto de Rocío, que resultaba des­garrador aun sin recurrir al espectáculo. Quizá el llanto le había llamado la atención no por ser genuino sino por el hecho de que Rocío era como el Frankenstein de un esteta perverso, un monstruito facetado, un… Hum, se dijo. La cola no estaba del todo mal… Si uno limitaba el campo de observación a la marca rojiza de la silla sobre la que había estado sentada un momento antes y que cortaba sus pier­nas por la mitad, si uno miraba hasta allí, sin pasarse ni un centímetro, era realmente una linda cola. Le gustaron tam­bién las pantorrillas y las plantas de los pies, suaves y blan­cas, pero el efecto del conjunto cola-piernas arruinaba la cola o las piernas, y Álvaro eligió la cola. Incluso extendió hacia ella una mano. Rocío dijo con voz de adivina:

-¿Me vas a tocar?

No era una pregunta: era un pedido, casi una súplica.

Álvaro se solidarizó con ella sin conmoverse. Dio un pa­so adelante, suspiró -como si se tratara de un trabajo que alguien debía hacer después de todo- y se acostó a su lado.

Entonces pasó algo extraordinario.

Rocío se puso de rodillas, metió la punta de los dedos entre la cama y la espalda de Álvaro y con una leve presión hacia arriba le dio a entender que lo quería boca abajo. Álvaro estaba de pronto tan excitado que no pudo hacer otra cosa más que obedecer. Se dio vuelta… cerró los ojos… Rocío estiró un brazo por encima de la espalda de Álvaro, presionó el botón play del equipo de música y en el acto arrancó un tema de Enrique Iglesias.

-¿Quién es? -preguntó Álvaro en un hilo de voz.

-Shh… -dijo Rocío.

Y empezó a bajarle la malla. Lo hizo muy despacio, ju­gueteando. La malla se atascó en mitad de las nalgas y Álvaro se arqueó para que Rocío terminara de bajarla, has­ta que el culo quedó completamente al aire. El slip, como una red de pesca, había capturado una pija, dos pelotas y una raya y se resistía a soltarlos, pero a Rocío le bastó con un suave tirón para liberar a esas presas exquisitas. Álvaro de­jó escapar un gemido obvio, de placer. Rocío, de rodillas en­tre las piernas abiertas de Álvaro, se puso a acariciarle la raya del culo con un dedo, moviéndolo suavemente arriba y abajo.

-La puerta… -pidió Álvaro en un murmullo agónico-, cerrá la puerta…

-No, dejá, así escuchamos si viene alguien… -le dijo Rocío sin dejar de acariciarlo.

Álvaro estaba en el cielo. La boca entreabierta… los pár­pados llenos de estrellas… Dudaba sobre si debía darse vuelta y penetrarla de una vez por todas o seguir el impul­so de quedarse así. Quedarse como estaba era un impulso, sin duda, porque había resuelto que debía darse vuelta y penetrarla y no podía, no tenía fuerzas para cambiar de posición. Alcanzó a pensar “Esta chica sabe lo que hace”, y se entregó.

Eran vírgenes los dos. Y lo notaban. Cada cual, a su modo, notaba su propia virginidad, como expertos sin ex­periencia, por lo fácil que les resultaba todo: no había que hacer nada aparte de dejarse llevar.

Pero Álvaro se había excedido. En poco menos de cin­co minutos de caricias ya estaba en cuatro patas agitando el culo en alto como una bandera. Cualquier otra mujer, incluso otra chica de la edad de Rocío, se hubiera sentido decepcionada. Rocío no. Rocío se pasó literalmente la len­gua por los labios, descorrió con un dedo el slip de su tra­je de baño (dejando al aire una pijita inescrupulosamente rosa, de un rosa enharinado) y avanzó de rodillas sobre la cama hacia el culo del idiota.

Lo que sintió Álvaro con el primer contacto fue casi tan intenso como lo que sintió cuando oyó la voz de Kraken -el sensible espontáneo se calienta mucho menos de lo que se asusta-:

-¡Chicos!

Ellos, por supuesto, dieron un salto, y por un momento (antes de correr desordenadamente en busca de algo con qué taparse) le apuntaron con sus lanzas. Hay que decir que Rocío, ágil como era, le apuntó un poco más, porque Álvaro tardó en reaccionar y durante unos cuantos segun­dos quedó solo sobre la cama con el culo para arriba, una imagen de sí mismo que lo perseguiría hasta la tumba.

Mientras tanto (es increíble la cantidad de cosas que pueden registrarse en los momentos más triviales de la vida de un hombre) Kraken trastabillaba. Si en ese mo­mento hubiera habido un cardiólogo presente… Yo sé que lo del cardiólogo en el cuarto es disparatado, pero me juego la cabeza a que el cardiólogo hubiera dicho que lo de Kraken era un infarto. ¡Y al mismo tiempo nada más equivocado! Porque Kraken se llevó una mano a la garganta y se puso blanco, sí, pero le bastó retroceder un paso para abandonar el cuarto.

A los chicos no, a ellos les llevó todo el día. Ellos sí que la pasaron mal.

Un minuto después de haberlos descubierto, Kraken le servía un whisky a Érika. -¿Hielo?

-¡Kraken! -dijo Érika, divertida-. ¡Yo no tomo! -¿Te pasa algo, Kraken? -le preguntó su esposa Suli desde el sofá.

Él dijo que no y preguntó por qué. -A mí hoy al mediodía me ofreciste un porro. ¿No sa­bes que yo no fumo?

Muhabid, que seguía la escena desde la puerta mientras se sacaba la arena de los pies, se dio cuenta de que las mu­jeres habían empezado a competir. Mentalmente, se persig­nó. Podían llegar a ser extremadamente ridículas e hirientes. Por su parte, Kraken, al oír el gritito de Érika diciendo “¡Yo no tomo!”, y mientras miraba cómo el obsesivo de Muhabid se daba en los pies muchísimas más palmadas de las necesa­rias, reconoció que el malestar que sentía estaba relaciona­do con Muhabid y Érika y no tanto con lo que acababa de ver en el cuarto. Había llegado la hora de ser cobarde: ja­más le contaría a Suli, ni a nadie, lo que había visto. Siem­pre había sabido que eso iba a ocurrir, estaba preparado y podía arreglárselas solo. Después de todo, ¿qué tenía de inquietante que su hija hermafrodita y menor de edad le rompiera el culo al hijo de su invitado? Pensando en ellos se sintió mejor. Realmente no los soportaba más.

Pasaban cosas a una velocidad asombrosa. El pudor de Érika, que huía de la mirada de Álvaro desde la escena en el bosque, había envejecido alucinatoriamente a la luz del último episodio. El interés por el otro se redujo primero a cortesía y después a mera conversación (con permanentes relámpagos de odio explícito allá y aquí). Lo único que es­taba en armonía era el hecho de que todo era mutuo.

De un momento a otro Muhabid y Érika se irían de allí. Eran gente civilizada, perceptiva, llena de buenas excusas, pero estaban todavía un poco atontados por la sorpresa: Suli y Kraken les habían resultado siempre muy interesan­tes. ¿Por qué ahora no los soportaban?

Rocío sabía que esa era una pregunta simple y que los padres de Álvaro se la responderían pronto y se irían rápi­damente de allí, pero ella vivía ajena a todo. ¿Qué le im­portaba? ¡Que se fueran!

Se había enamorado.

Álvaro, en cambio, la perseguía con una tenacidad que daban ganas de matarlo. La miraba, la escuchaba, le habla­ba, la buscaba, le sonreía, la esperaba, la entendía. Rocío no sabía cómo hacer para sacárselo de encima. En general le daba vuelta la cara y sacudía una mano en el aire, como si Álvaro fuera una mosca. Lo más amable que hacía era mirarlo fijo y negar lentamente y en silencio con la cabeza.

Álvaro andaba enloquecido. Nunca había estado tan caliente.

-¿Qué te pasa, por qué me rechazas así? -le preguntó una tarde después de haberla corrido y arrinconado con­tra un pino.

Rocío se cruzó de brazos y lo miró un momento como estudiándolo.

-Vos lo único que querés es coger, ¿no? -le dijo.

Todo su cinismo había sido barrido de un plumazo. Sí, por amor.

-Para nada -dijo Álvaro, todavía agitado por la carrera-. ¿Por qué pensás eso?

-No sé, me parece… -dijo ella.

-Y después de todo qué, ¿vos no? -le preguntó Álvaro.

-¿Yo no qué?

-¿Vos no querés?

-Sí -dijo Rocío-. Pero no lo voy a hacer.

-¿Y por qué no? Si querés.

-Porque lo único que querés vos es eso.

-¡No! -dijo Álvaro y echó un vistazo a izquierda y de­recha, más para darse tiempo de pensar que porque creye­ra que alguien podía verlos-. A mí me pasó algo con vos…

(Por el momento eso fue lo único que se le ocurrió.)

-No te creo nada -dijo Rocío.

-No, en serio, créeme. Y te digo más: antes no te aguantaba, me parecías insoportable. Listo, te lo quería decir. Pero ahora…

-Déjame -dijo Rocío.

-Espera, no te vayas… -Soltame.

Álvaro la había agarrado de un brazo. -¿Qué fue lo que pasó? ¡La estábamos pasando tan bien! Escúchame, Rocío… Dame un beso… Ok, ok, escúchame… Te juro por Dios y por mi madre que es verdad que algo me pasó… No sé, nunca me había pasado una cosa así… -Basta -dijo Rocío.

Se desprendió de Álvaro y se echó a correr hacia la casa. Álvaro amagó seguirla, pero desistió al ver a pocos metros de allí, en el jardín, a sus padres discutiendo. Ha­blaban en susurros pero hacían gestos ampulosos, dan­do la impresión de que discutían sin sonido. Así que cambió el paso.

A mitad de camino cambió también la dirección; Kraken se le venía de frente. Fingió haber visto alguna cosa en el suelo, fue hacia allí, se inclinó, la tocó con un palo, la alzó en su mano, se incorporó, volvió sobre sus pasos y la arro­jó con fuerza hacia el bosque. A su regreso, la discusión de sus padres continuaba, pero ahora se les había unido Kra­ken. Los tres agitaban los brazos como asteriscos, emitiendo un sonido de chisporroteo eléctrico que no se interrumpió ni siquiera cuando él pasó por allí, aunque su madre y Kraken giraron las cabezas para seguirlo con la vista.

Buscó a Rocío por toda la casa, hasta en los baños. Pre­cisamente desde el interior del segundo baño le llegó la voz aflautada de Suli diciéndole que Rocío acababa de salir. Álvaro fue a la playa y caminó arriba y abajo buscándola, pero la vio de nuevo recién a la noche, durante la cena. Ro­cío había pasado el resto del día en compañía del hijo de un vecino que acababa de llegar a Punta del Este y lo había traí­do a comer. Se llamaba Rosendo, tenía 14 años y una cara de imbécil que rajaba la tierra. Era obvio que había recibido la educación justa para triunfar: se mantenía en un silencio despectivo, ni espeso ni ausente, y precedía sus frases con un gesto que lo decía todo, de manera tal que sus palabras so­naban redundantes, tranquilizadoras. Sabía a la perfección que lo que importaba era el timbre, el tono, la cadencia y la actitud, jamás el concepto. Y lo hacía muy bien. Álvaro es­taba convencido de dos cosas; una, que en algún momento de su vida Rosendo dominaría una parcela del mundo; otra, que Rocío lo había invitado a comer para darle celos a él. Se sonrió. Si Rocío quería darle celos era porque él le importa­ba. Lo que no entendía era por qué Rosendo lo miraba así. Lo supo esa misma noche, después de la cena. Rosendo se le acercó de golpe y le dijo:

-Si le contás a alguien el secreto de Rocío te mando matar.

-¿Qué secreto? -le preguntó Álvaro a Rocío un par de horas después. Todavía tenía acelerado el corazón-. ¿Hi­ciste el amor con él?

Eran las once de la noche. Rocío estaba acostada. Álvaro se había metido en el cuarto en puntas de pie y se había sentado en el borde de la cama. Llevaba puesto na­da más que un calzoncillo boxer blanco.

-Contéstame, ¿hiciste el amor con él? -repitió Álvaro-. ¿Te acostaste con él y conmigo no querés?

El calzoncillo blanco era lo único que se veía de Álvaro en la oscuridad del cuarto, pero él igual adoptó un aire ca­sual mientras estiraba una mano en dirección a la entrepier­na de Rocío. La mano se deslizaba lentamente en el aire, a centímetros de la manta, sin rozarla, modificando incluso la altura de acuerdo a los desniveles del terreno. El plan de vuelo incluía un brusco descenso más adelante.

-No te importa.

-Me dijiste que eras virgen…

-Te mentí.

-¿Y entonces? ¡Con más razón! Si no sos virgen qué problema tenés, acostate conmigo también y listo… -dijo Álvaro con la mano ya sobre el objetivo.

Pero entonces Rocío exclamó:

-Estúpido, estúpido -se puso boca abajo y empezó a llorar.

-¿Qué pasó?

-Andate…

-¿Qué te dije?

Silencio. Llanto apagado.

-Rocío… no sé… perdoname… ¿qué fue lo que te puso así? , -¿Querés hacer el amor conmigo? -preguntó Rocío po­niéndose de nuevo boca arriba sobre la cama. Ya no lloraba.

A Álvaro la pregunta lo sorprendió.

-¿Acá? -dijo.

Ya se habían acostumbrado a la oscuridad y empeza­ban a verse los gestos de duda y asentimiento. Rocío dijo que sí con la cabeza. Álvaro frunció el ceño y echó apenas la cabeza hacia atrás. Dios mío, era lo que más deseaba en la vida y justo ahora que se lo ofrecían le parecía inapropiado el lugar. Sus padres (los padres de Álvaro) dormían en el cuarto de la izquierda y los de Rocío en el cuarto de la derecha. Se sintió rodeado.

-Sácala -le dijo Rocío.

-Qué.

-Sácala -repitió Rocío.

Álvaro entendió que decir dos veces “sacala” quiere de­cir “eso”.

Por las dudas, se miró.

-Dale -insistió Rocío.

Álvaro pensó que Rocío se la iba a chupar. La idea no lo entusiasmaba mucho que digamos, pero no podía decir que fuera un mal comienzo.

Y, a pesar de los ronquidos y silbidos y toses de los pa­dres, la sacó.

-Dale.

-¿Dale qué?

-Hacete.

-¿Que me haga…?

-¡La paja, nene!, ¿qué va a ser?

-¿Vos querés que yo me haga la paja?

Por un momento el calzoncillo de Álvaro hizo juego con los ojos en blanco de Rocío.

-Es lo único que podemos hacer acá.

-Pero Ro…

-No me digas Ro. Dale, no seas boludo, si te morís de ganas…

-Nunca me pidieron esto…

-Nunca quisieron verte. Yo quiero verte.

-Cerrá los ojos…

-¿Y qué gracia tiene?

-Déjame tocarte… -rogó Álvaro.

-No, puede entrar alguien.

(Silencio.)

-¡Dale!

-¿Y si mejor me la haces vos?

-Ándate, Álvaro. Me tenés harta.

-Bueno, está bien, está bien -dijo Álvaro. Se agarró la pija con la mano derecha, hizo una pausa, pensó si lo que iba a hacer estaba bien o mal, y acto seguido se masturbó a la velocidad del rayo. Después dijo:

-Ahora vos.

Rocío no lo podía creer.

– ¿Así te haces la paja? -le preguntó.

-Sí, no sé, qué se yo, dale -dijo Álvaro apurado-, te to­ca a vos.

-Ni loca.

-No me cagues. Habíamos quedado en eso.

-No es verdad.

-¿No dijimos que yo me hacía la paja primero y des­pués te la hacías vos?

-No.

-Bueno, igual. Te toca.

-No, no me toca nada.

-¿Querés que te la haga yo?

-¡Ni en pedo!

-¿Por?

-Porque no quiero, mirá qué simple.

-Es injusto…

-¿Qué tiene que ver la justicia acá?

-Entonces me hago otra yo, pero me la haces vos -dijo Álvaro con la sintaxis a flor de piel.

-¿Te das cuenta de lo grosero que te pusiste en estos días? -le preguntó Rocío.

-Y qué importa. ¿Me dejas que te vea?

-Basta.

-Dejame verte un cachito, nomás. Un minuto.

Rocío bostezó.

-Tengo sueño… -dijo.

-Yo estoy más fresco que una lechuga…

-En serio, Álvaro, quiero dormir, es tarde.

-¿Qué te pasa conmigo?, ¿por qué me tratás así? Me decís que querés hacer el amor conmigo y cuando yo quie­ro vos no querés…

-Histeria.

-No me jodas. Dame algo aunque sea… no sé…

-Estás tan caliente que das lástima. ¿No te das cuenta de que yo me enamoré de vos? Te dije que quería acostarme con vos porque estaba segura que nunca me iba a enamorar de al­guien así, pero me equivoqué. Y sufro. Y sé que si te doy el gusto me voy a enamorar más y voy a sufrir más y no quiero.

-Le tenés miedo.

-¿A qué?

-AI amor, a qué va a ser.

-Sí.

-No le tengas miedo…

-No, no le tengo miedo al amor. Tengo miedo de sufrir, de sufrir más que ahora. Yo no soy una chica normal…

-No digas eso.

-Es la verdad. Lo sabes. No quiero. Ándate a dormir, por favor, déjame sola.

-Rocío…

-Mira -dijo Rocío incorporándose de pronto en la ca­ma y clavándole los ojos inyectados en sangre-, o te vas ya mismo o te juro por Dios que grito.

-¡Epa! -dijo Álvaro, asustado.

No dijo nada más.

Se levantó, fue a su cuarto, se metió en la cama, medi­tó unos segundos en lo que había ocurrido y cerró los ojos. Cuando volvió a abrirlos había sol y él tenía una cáscara tirante en el mentón. Estaba angustiado. No se levantó en­seguida; se quedó pensando. Mientras quitaba la cáscara con los dedos repasó lo que había hecho en el cuarto de Rocío la noche anterior y, yendo un poco más atrás en el tiempo, la amenaza de Rosendo, la cena, la discusión de sus padres en el jardín… Un momento. La cena. Ahí había algo. ¿Qué había en la cena?

Jamón con melón.

Pollo frito, salsa de arándanos.

Endibias y remolachas.

Vino blanco, vino negro, peras, helados, mucho vino.

Nunca, desde la llegada a la casa, habían comido tan bien ni habían sido tan bien tratados. La charla, incluso, saltó como un engranaje y se puso a girar alrededor de na­da -anécdotas, anécdotas dramáticas, risueñas-: por pri­mera vez en once o doce días de convivencia eran todos sinceros. Qué bien que la estaban pasando.

Qué bien que la estaban pasando.

-El otro verano fuimos a una islita en Brasil. Muhabid, Álvaro y yo, y un amigo de Álvaro que, bueno, tiene un problemita mental y…

-Ocho años mental, como mucho -acotó Muhabid-, pero Álvaro lo adora.

Todos miraron a Álvaro y le sonrieron complacidos (mientras Rosendo lo miraba fijo y Rocío se reía por lo bajo).

-El amiguito de Álvaro… ¿te acordás, Álvaro? -siguió Érika-, tuvo un retroceso. Imagínense: tiene la mentalidad de un chico de ocho años y encima le da un retroceso. ¡Y es­tábamos en una isla! No saben lo que era esa isla…

-Estaba llena de putos -acotó Muhabid.

-¡Y cómo se divertían! -exclamó Érika.

-¿Por qué será que los putos se divierten así? -se preguntó Suli-. Yo soy amiga de unos cuantos putos muy inteligen­tes, que deberían estar angustiados, y sin embargo…

-Quién sabe -dijo Muhabid.

-Así que con este amiguito de Álvaro encima… hum… no se nos hacía muy fácil que digamos “disfrutar de la vida”, como dicen los chicos -siguió Érika. Los chicos se miraron: nunca habían dicho una cosa así-. La veíamos pasar. Todo el tiempo la veíamos pasar. Nos moríamos de ganas de me­ternos en el quilombo y sin embargo no pudimos hacer otra cosa más que verla pasar. Tomo tu pregunta, Suli. Realmen­te: ¿por qué será que los putos se divierten así? ¿No es cier­to, Muhabid, que nos preguntábamos todo el tiempo eso?

Muhabid tenía un vaso de vino en la boca, pero igual asintió.

-Vi matrimonios con dos y hasta con tres chicos a upa mirando la fiesta de costado y les juro que me sentí como ellos, o peor…

-Te morías de ganas, eh -le dijo Kraken con una sonri­sa dudosa.

-Créeme que sí -dijo Érika-. Y no solamente yo… -aña­dió mirando de reojo a Muhabid, que no se sintió aludido, aunque allá en la isla había hecho varios papelones-. Música todo el día, porro, sexo, alcohol, poca charla, mucha mi­rada. Estaba todo en el mero plano de la onda.

-¿Mero? -dijo Muhabid-. ¡Eso era puro desenfreno!

-Qué feo que te pase una cosa así -comentó Suli-. Uno ahí lleno de hijos, o con un invitado mogólico, como te pa­só a vos, y ellos bailando ajenos a todo. No, no es justo, qué querés que te diga.

-Estuve una semana pensando cuál sería el castigo ideal para los putos y te juro que no lo encontré. ¡Son in­vulnerables!

-Yo les prohibiría el equipo de música -dijo Kraken. Y todos, incluidos Rocío y Rosendo, estallaron en carcajadas.

¿Por qué de pronto la pasaban tan bien?, se pregunto Álvaro, todavía en la cama. ¿Habían ido al Casino, habían ganado? ¿Qué se traían entre manos? (Tenían -aparte de copas y cuchillos, aparte de vajilla- algo en las manos) Si.

Sí.

Álvaro repitió “sí” unas tres o cuatro veces y noto que nunca (en el tiempo que llevaban allí) había oído a nadie usar esa inocente palabrita capaz de cortar el paso a la ar­gumentación más sólida y mejor articulada del mundo. “Sí”. Qué curioso, se dijo. Ahora que lo entendía todo, “sí” era de pronto un monosílabo triste.

Sus padres y los padres de Rocío la habían pasado tan bien esa noche por la sencilla razón de que estaban despi­diéndose. No se toleraban más. Habían bajado la guardia. Era hora de irse. Irse hasta quién sabe cuándo, quizá para siempre. La idea de irse sin haber consumado… la idea de ir­se sin haber resuelto su… No pudo continuar. Estaba seguro de que si seguía adelante iba a chocar con su sexualidad, y a él lo apremiaba -y angustiaba- otra cosa: coger o no coger.

Saltó de la cama (la erección de la noche anterior se di­solvió recién entonces) y fue corriendo hasta el living. Te­nía razón. Su madre acomodaba una valija al lado de otra mientras su padre, ajeno al esfuerzo de la esposa, ensaya­ba en voz baja un agradecimiento imposible. Se le notaba en la tensión del cuerpo que no iba a decirlo bien. Tenía la cara contraída y daba un puñetazo tras otro a cada pala­bra, incapaz de decir “gracias” sin haber luchado.

-Qué, ¿se van? -dijo Álvaro.

-¿Nos vamos? ¿Por qué, vos te querés quedar? -le preguntó Érika con ironía. Había arrastrado la valija de un obsesivo y estaba agotada, pero aun así mantenía la ironía intacta.

-¿Qué pasó?

-Te cuento en el barco -le dijo el padre.

-Pero cómo, ¿no nos quedábamos hasta el 7? -preguntó el inconsciente de Álvaro.

-No. Vamos, vestite y vamos que tu madre está tratan­do de despertarte desde hace rato. A las diez y media sale el barco. Si lo pierdo, Álvaro… te juro que si lo pierdo por culpa tuya te…

Sí, mejor no lo decía.

A las ocho y media iban los seis en el auto de Kraken. Era temprano todavía, pero la ruta ya estaba llena de es­pejismos.

Muhabid y Érika iban adelante. Néstor, Suli y Álvaro iban atrás. Rocío iba en el medio: el trasero en el asiento de atrás y la cabeza en el de adelante. Nadie decía nada. Hasta la radio estaba apagada.

Durante el viaje Álvaro fantaseó en más de cien opor­tunidades con sacar una pistola, asesinar a sus padres y a los padres de Rocío, agarrar el volante, detener el auto y violar a la chica con la boca, con la mano y con el culo, pero entonces los ojos se le llenaban de lágrimas… y ade­más no sabía manejar.

Se reprimió tanto durante el viaje que cuando por fin llegaron al puerto le costó salir del auto. Érika bajó las va­lijas, Muhabid y Kraken intercambiaron chistes cortos, Suli le señaló a Rocío una horrible canastilla de mimbre en un puesto turístico después de haberla salvado de pisar un vómito diez metros atrás, y Álvaro todavía seguía ahí sen­tado. No podía creer que estuviera yéndose. “Me rompió la cabeza”, “no sé cómo voy a salir de ésta”, y “la puta madre que los parió” eran las frases que más se habían ce­bado con él. Sentía, incluso, que era otro, y no precisa­mente mejor.

-¡Álvaro, vamos!, ¿qué haces? -gritó su padre entre un chiste y otro.

Recién entonces Álvaro bajó del auto.

En un puestito de flores, a un costado de la Aduana, mientras los cuatro padres se daban abrazos y besos fal­sos, alcanzó a Rocío, que volvía del baño silbando como un hombre.

-Rocío -le dijo Álvaro agarrándola de un brazo. Esta­ba agitado, no porque hubiera corrido sino porque tenía poco tiempo-. ¿Qué pasó?

-Ya te lo dije: el amor. Me enamoré.

-¿Y cómo estás tan tranquila entonces? ¿No ves que me voy? ¿Por qué no quisiste hacer…?

Rocío lo interrumpió:

-Es una injusticia que yo me haya enamorado y vos no. Una injusticia con vos. Te lo perdiste. No sabés lo fuerte que es -le dijo.

-¡Álvaro! -llamó su madre desde lejos.

Álvaro miró a su madre y nuevamente a Rocío a la ve­locidad del rayo.

-Por favor… mostrame… -le dijo-. Antes de irme… de-jame ver…

Rocío se sonrió. La idea pareció divertirla, aunque en verdad la demolía. Echó un rápido vistazo a su alrededor. Después retrocedió un paso hacia la esquina del edificio para quedar fuera de la vista de sus padres, y le mostró. Levantó la pollera con una mano… bajó la bombacha con el pulgar… Fue un segundo.

-Dios… -alcanzó a decir Álvaro.

Rocío soltó la bombacha. La pollera cayó de nuevo so­bre sus muslos.

Muhabid apareció de pronto (enojado, enojadísimo) y lo agarró del pelo.

-¡Te dije que si pierdo el barco…! -dijo y se lo llevó a la rastra.

Eso fue todo.

Rocío oyó la voz de su madre a lo lejos, llamándola (“¡Rocío, que se van!”), pero no se movió de allí hasta un par de minutos después. Salió de su escondite sólo cuando estuvo segura de que Álvaro se había ido.

Entonces corrió, alcanzó a sus padres y se puso entre ellos. Tenía los ojos llenos de lágrimas.

-¿Dónde estabas? -le preguntó Suli.

Rocío no dijo nada.

Mientras caminaban los tres de vuelta hacia el auto, agarró el brazo izquierdo de su padre y se lo echó sobre los hombros.

Sergio Bizzio

Chismoso

¡ME SIENTO MOLESTO! 😈
Hace rato que venía parado en el camión rumbo a mi casa, la chica que iba frente a mi se enojo porque según ella yo estaba leyendo su conversación. No entiendo por que pues lo cierto es que a mi ni me importa que ella y el tal Alejandro vayan a terminar después de 7 años de relación y teniendo en puerta el próximo viaje a Cancún, el cual, por cierto, aún deben. Y todo por que él no valora lo que ella hace, como la vez que ella lo sorprendió con una fiesta de cumpleaños con todos sus amigos. Total, por mi que hagan lo que quieran, al fin es muy su vida! Es mas, me alegro que no le llegue aún la regla y lleve 2 semanas de retraso, por pinche grosera. Y por haberme acusado de chismoso injustamente, aprovecharé que medio alcance a ver el número del pinche Alejandro y le voy a marcar para que se ponga vivo, porque estoy seguro que le quieren cargar el niño que ni a de ser suyo  y que de paso investigue quién es ese tal José Luis que tantos mensajes le manda a la mentirosa esta.

Encontrado en cuenta de FACEBOK de Fernando Iniestra. En grupo 5minitosmasylodejo

https://www.facebook.com/groups/5minutosmasylodejo/permalink/2114681758636408/

viernes, 19 de julio de 2019

Hernán Casciari - Finlandia

«El 14 de noviembre de 1995 maté sin querer a la hija mayor de mi hermana,
haciendo marchatrás con el auto.
Entre el impacto seco, los gritos de pánico de mi familia y el descubrimiento de que en realidad había chocado contra un tronco, ocurrieron los diez segundos más intensos de mi vida. Diez segundos durante los que me aferré al tiempo y supe que todo futuro posible sería un infierno interminable.

Yo vivía en Buenos Aires y había viajado a Mercedes para festejar el cumpleaños número ochenta de mi abuela paterna
(por eso recuerdo la fecha exacta: porque en unos días mi abuela cumplirá noventa,
porque en unos días se cumplirán diez años de esto que ahora narro y que me marcó como ninguna otra cosa, ni buena ni mala, en la vida).

Festejábamos el aniversario de mi abuela con un asado en la quinta; ya estábamos en la sobremesa familiar. A las tres de la tarde le pido prestado el auto a Roberto para ir hasta el diario a entregar un reportaje. Me subo al coche, vigilo por el espejo retrovisor que no haya chicos rondando y hago marchatrás para encarar la tranquera y salir a la calle.
Entonces siento el golpe, seco contra la parte de atrás del auto, y se detiene el mundo para siempre.

A cuarenta metros, en la mesa donde todos conversan, mi hermana se levanta aterrada y grita el nombre de su hija. Mi madre,
o mi abuela, alguien, también grita:

—¡La agarró!

Entonces me doy cuenta de que mi vida, tal y como estaba transcurriendo, había llegado al final. Mi vida ya no era.
Lo supe inmediatamente. Supe que mi sobrina, de tres años, estaba detrás del auto; supe que, a causa de su altura, yo no habría podido verla por el espejo antes de hacer marchatrás; supe, por fin, que efectivamente acababa de matarla.

Diez segundos es lo que tardan todos en correr desde la mesa hasta el auto.
Los veo levantarse, con el gesto desencajado, veo un vaso de vino interminable cayendo al suelo. Los veo a ellos, de frente, venir hasta mí.
Yo no hago nada; ni me bajo del coche,
ni miro a nadie: no tengo ojos que dedicarle al mundo real, porque ya ha empezado mi viaje fatal en el tiempo, mi larguísimo viaje que en la superficie duraría diez segundos pero que, dentro mío, se convertirá en una eternidad pegajosa.

En ese momento (no sé por qué es tan grande la certeza) no tengo dudas sobre lo que acabo de hacer. No pienso en la posibilidad de que sea un tronco lo que he embestido, ni pienso que mi sobrina está durmiendo la siesta dentro de la casa. Lo veo todo tan claro, tan real,
que solamente me queda pensar por última vez en mí antes de dejarme matar.

“Ojalá el Negro me mate” —pienso—, “ojalá sea tan grande su enajenación de padre salvaje, tan grande su rabia, que me pegue hasta matarme y no me dé la opción de tener que suicidarme yo mismo, esta noche, con mis propias manos, porque soy cobarde y no podría hacerlo, porque cometería la peor de todas las bajezas: me iría a Finlandia”.
Utilizo esos diez segundos, los últimos de calma que tendré en toda mi vida, para pensar en quien ya no seré nunca más.

Tenía casi veinticinco años, estaba escribiendo una novela larguísima y placentera,
vivía en una casa preciosa del barrio de Villa Urquiza, con una mesa de pinpón en la terraza y toda la vida por delante, trabajaba en una revista donde me pagaban muy bien, tenía una vida social intensa, era feliz, y entonces mato a mi ahijada de tres años y se apagan todas las luces de todas las habitaciones de todas las casas en las que podría haber sido feliz en el futuro. Lo pienso de ese modo, desapasionadamente, porque ya no tengo ni cuerpo con el que temblar.

En esos diez segundos, en donde el tiempo real se ha roto literalmente, en donde el cerebro trabaja durante horas para instalarse en un recipiente de diez segundos,
descubro con nitidez que mis únicas opciones —si mi cuñado no me hace el favor de matarme allí mismo— son las de huir
(huir de inmediato, sobornar a alguien y escapar del país) o suicidarme. Lo que más me duele, tal como están las cosas, es que no podré volver a escribir literatura, ni a reír.

Durante mucho tiempo, durante años enteros, me siguió sorprendiendo la frialdad con que asumí la catástrofe en esos diez segundos en que había matado a mi sobrina.
No fue exactamente frialdad, sino algo peor: fue un desdoblamiento del alma,
una objetividad inhumana. Me dolía saber que ya no podría escribir, que en el suicidio o en la huida —aún no había optado con qué quedarme— no existiría esa opción: la de los placeres.

Podía irme a Finlandia, sí, a cualquier país lejano y frío, podía no llamar nunca más a mi familia ni a los amigos, podía convertirme en fiambrero en un supermercado de Hämeenlinna, pero ya no podría volver a escribir, ni amar a una mujer, ni pescar.
Me daría vergüenza la felicidad, me daría vergüenza el olvido y la distracción.
La culpa estaría allí involuntariamente,
pero cuando comenzara la falsa calma o el olvido momentáneo, yo mismo regresaría a la culpa para seguir sufriendo. La vida había terminado. Yo debía desaparecer.

Pero si desaparecía, qué. Qué importancia podía tener darles a ellos la serenidad de no ver nunca más al asesino. Ellos, mi familia, los que ahora corrían lentamente desde la mesa al coche para matarme o para ver el cadáver de un niño, podrían creerme exiliado, lleno de dolor y de miedo, temeroso y ruin,
o agorafóbico; o podrían sospecharme loco, como esas personas que pierden el rumbo y la memoria después de los terremotos; alucinado, mendigo, enfermo; podrían hasta perdonarme pues me creerían fuera de toda felicidad, fuera de todo placer. Matarían a quien blasfemara mi memoria diciendo que se me ha visto reír en una ciudad finlandesa, a quien dijera que se me ha visto beber en un bar de putas, o escribir un cuento, ganar dinero, seducir a una mujer, acariciar un gato,
pescar bogas o dar limosna a un marroquí en el metro. No creerían que alguien (ya no yo en particular, sino que nadie) fuese capaz de semejante flaqueza, de tan penoso olvido,
de matar y no llorar, de escapar y no seguir pensando en la tarde de verano en que una niña de tu sangre ha muerto bajo las ruedas del coche.

Diez segundos eternos hasta que alguien ve el tronco y todos olvidan la situación.

Nadie, ninguna de todas las personas que almorzaban aquella tarde de hace diez años en Mercedes, recuerda ahora esta anécdota. Nadie ha tenido pesadillas con estas imágenes: sólo yo me he despertado transpirado durante años enteros, cuando esos diez segundos regresan por la noche sin el final feliz del tronco; para ellos no ocurrió más que la abolladura de un guardabarros al final de la primavera.

Nada malo pasó aquella tarde, ni nada malo ocurrió, antes o después, en mi vida.
Han pasado diez años desde entonces y todo ha sido un remanso en el que nunca lo irreversible se ha metido conmigo.
¿Por qué entonces, en estos días, siento que he cumplido sólo diez, y no treinta y cinco años? ¿Por qué le doy más importancia a esta fecha en que no maté a nadie, que a aquella otra fecha anterior en que salí de mi madre dando un grito eufórico de vida?
¿Por qué algunas noches me despierto y descubro que me falta el aire, y recuerdo como real el frío de una cabaña en Finlandia,
y me encuentro con las hilachas de la angustia y el exilio, y me ahoga la cobardía de no haber tenido la voluntad de suicidarme?

Es la fragilidad de la paz la que nos devuelve al escalofrío y a la incertidumbre. Es la velocidad infernal de la desgracia, que acecha como un águila en la noche, la que sigue allí escondida para quitarnos todo y dejarnos aferrados a un volante y pensando que la única opción es morir solos en Finlandia, con los ojos secos de no llorar.

Por suerte, casi siempre es un tronco y vivimos en paz. Pero todos sabemos, por debajo de la risa y del amor y del sexo y de las noches con amigos y de los libros y los discos, que no siempre es un tronco.
A veces es Finlandia».

Hernán Casciari - Finlandia.

lunes, 15 de julio de 2019

¿Nivel de inglés?

-¿Nivel de inglés?
-alto
-traduzca "juguete"
-¿"juguete"? pero es no no reflejaría realmente mi nivel de inglés
-así va el chiste
-¿cuál chiste? Esto es una entrevista de trabajo
-es un chiste, tu y yo no somos reales, solo somos personajes creados, a partir de la idea de un diálogo
-¿de que estás hablando?
-sólo existimos en la mente del lector como voces sin rostro reconocible, a menos que este nos asigne uno, ¿o acaso puedes decirme a que puesto se supone que estás aplicando la entrevista?
-No lo había pensado...
-Claro que no, por que no puedes pensar por ti mismo, ni tú ni yo, por que nuestras palabras son ordenadas, por una persona real y consciente, que decide que rumbo toma esta conversación
-esto es difícil de procesar
-hasta cierto punto, existimos desde que los primeros diálogos fueron escritos, dejaremos de existir después del punto final
-No quiero desaparecer
-realmente no puedes querer nada, es el autor quien decide por ti, de cualquier forma, me agradó conversar contigo, que es a la vez una conversación con una sola persona, nuestra existencia es tan compleja como sencilla, antes no estábamos, ahora si y después no.
-no me parece justo
-no tiene que parecerte o serlo, la vida real es igual, que la nuestra, efímera, cada quien vive su diálogo, diálogo que llegará al final, así como el nuestro en cualquier momento.
-te voy a extrañar
-nos volveremos a ver
-¿cuando?
-cada vez que alguien lea esto, estaremos vivos como voces que hacen eco en el interior de su mente, hasta entonces, mi buen amigo.

Escrito en la cuenta ver facebook de Omar Chagollan.

https://m.facebook.com/story.php?story_fbid=2704115569616794&id=100000551335276

sábado, 27 de abril de 2019

Letra: Mi historia entre tus dedos

Yo pienso que no son tan inútiles las noches que te dí
Te marchas y qué, yo no intento discutírtelo
Lo sabes y lo sé
Al menos quédate sólo esta noche
Prometo no tocarte, está segura
Tal vez es que me voy sintiendo solo
Porque conozco esa sonrisa tan definitiva
Tu sonrisa que a mí mismo me abrió tu paraíso
Se dice que con cada hombre hay una como tú
Pero mi sitio luego lo ocuparás con alguno
Igual que yo, mejor, lo dudo
¿Por qué esta vez agachas la mirada?
Me pides que sigamos siendo amigos
¿amigos para qué, maldita sea?
A un amigo lo perdono, pero a ti te amo
Pueden parecer banales mis instintos naturales
Hay una cosa que yo no te he dicho aún
Que mis problemas, ¿sabes qué? se llaman: "tú"
Solo por eso tu me ves hacerme el duro
Para sentirme un poquito más seguro
Y si no quieres ni decir en qué he fallado
Recuerda que también a ti te he perdonado
Y en cambio tú dices "lo siento, no te quiero"
Y te me vas con esta historia entre tus dedos
¿Qué vas a hacer? busca una excusa y luego márchate
Porque de mí no debieras preocuparte
No debes provocarme
Que yo te escribiré un par de canciones
Tratando de ocultar mis emociones
Pensando, pero poco, en las palabras
Y hablaré de la sonrisa tan definitiva
Tu sonrisa que a mí mismo me abrió tu paraíso
Hay una cosa que yo no te he dicho aún
Que mis problemas, ¿sabes qué? se llaman: "tú"
Solo por eso tu me ves hacerme el duro
Para sentirme un poquito más seguro
Y si no quieres ni decir en qué he fallado
Recuerda que también a ti te he perdonado
Y en cambio tú dices "lo siento, no te quiero"
Y te me vas con esta historia entre tus dedos
na na na na
na na na na
na na na na
na na na na
Compositores: Gianluca Grignani / Massimo Luca / Ignacio Ballesteros Díaz
Letra de Mi historia entre tus dedos © Warner/Chappell Music, Inc, Universal Music Publishing Group

lunes, 22 de abril de 2019

Ellas

** ELLAS ** (Suspenso)

Se besaron, y la luna no pudo evitar tocarse un poco.

Mabel se quitó la blusa con ceremoniosa lentitud, como si un movimiento brusco pudiese destruir el planeta.

Un par de labios aterrizaron en su senos, muy cerca del alma, con una delicadeza sobrehumana.

Los dedos de Mabel viajaron a su lugar favorito: la espalda de Verónica.

Los labios de ambas mujeres volvieron a rozarse, como lo hacen frecuentemente el amor y la muerte.

Una tormentosa y placentera lluvia se había desatado entre sus piernas.

Un hombre miraba todo desde afuera, con su frente besando la ventana. En sus ojos no había lujuria, ni deseo...había lágrimas. Dos mujeres se prestaban la piel dentro de la choza...y una de ellas era su esposa.

Subió a su caballo, el cual relinchó al sentir el peso del jinete y el de su tristeza.

Avanzó por la llanura en dirección a la luna y un segundo caballo salió detrás de él. Este iba conducido por la muerte, quien lo seguía atraída por el aroma a corazón roto.

Su orgullo de hombre era un arma que no podía usarse en este caso.

Su pistola debía usarse en una guerra entre hombres, la revolución, a la cual se dirigía.

Ese par de mujeres eran intocables: no podía matar a su esposa, y mucho menos...a su propia hermana.

* DERECHOS RESERVADOS J.M. * Jorge Morello

domingo, 21 de abril de 2019

¿Por qué el pollo cruzó la carretera?

¿Por qué el pollo cruzó la carretera?

PROFESOR DE PRIMARIA: Porque quería llegar al otro lado.

PROFESOR DE SECUNDARIA: Aunque se los explique, queridas bestias, no podrán entenderlo.

PROFESOR DE FACULTAD: Para saber por qué el pollo cruzó la carretera (tema que se incluirá en el parcial de mañana), lean los apuntes de la página 2 a la 3050.

BUDA: Preguntar eso niega tu propia naturaleza de pollo.

LA BIBLIA: Y Dios bajó de los cielos y le dijo al pollo: "Cruza la carretera". Y el pollo cruzó la carretera y todos se regocijaron.

SÓCRATES: ¿Sabes qué es un pollo?

PLATÓN: Porque buscaba salir de la caverna.

ARISTÓTELES: Está en la naturaleza de los pollos cruzar la carretera.

HIPÓCRATES: Debido a un exceso de humores en sus páncreas.

SANTO TOMÁS: Para descubrir la esencia y existencia de la carretera.

MAQUIAVELO: La cuestión es que el pollo cruzó la carretera, ¿a quién le importa por qué? El fin de cruzar la carretera justifica cualquier medio.

CRISTÓBAL COLÓN: Para ir donde ningún pollo ha estado antes.

DESCARTES: El pollo cruzó la carretera y luego existió.

SHAKESPEARE: Para ser.

HUME: Buscaba una experiencia sensible.

KANT: Porque quería descubrir más allá del fenómeno "neumo" de la carretera.

QUESNAY: Porque buscaba más tierra.

ALBERT CAMUS: Porque se resignó a cargar con su propia y trágica existencia.

HUSSERL: Fenomenológicamente, el pollo debe descubrir el camino.

NIETZSCHE: El pollo ha muerto... ¡Viva la carretera!

HEGEL: Hay una relación dialéctica entre el pollo y la carretera.

ENGELS: ¿Por qué no cruzó el pollo la carretera?.

MARX: Era una inevitabilidad histórica.

DARWIN: A lo largo de grandes períodos de tiempo los pollos han sido seleccionados naturalmente de modo que ahora tienen una disposición genética a cruzar carreteras.

ALBERT EINSTEIN: Si el pollo ha cruzado la carretera o la carretera se ha movido debajo del pollo depende de tu marco de referencia.

ANTONIO GRAMSCI: Para hacer la revolución cultural de la carretera.

SIGMUND FREUD: El hecho de que estés preocupado porque el pollo cruza la carretera revela tu inseguridad sexual.

STEPHEN HAWKING: Debido a la atracción provocada por un puente Einstein-Rossen entre IO y Andrómeda, que produjo la consecuencte convergencia de antimateria y fluctuaciones electrocuánticas en el patrón (Y - β) de la longitud de onda en la coordenada de la carretera.

HEINRICH RICKERT: Para hacer la hermenéutica de la carretera.

HEMINGWAY: Para morir. Bajo la lluvia.

BORGES: Porque salió del laberinto y no quiso meterse en las ruinas circulares.

HEIDEGGER: Porque está-en-el-mundo y hubo una referencia significativa con la carretera... Se le interponía en su camino.

JEAN PAUL SARTRE: Porque era libre.

LYOTARD: Porque la carretera es muy posmoderna.

MICHEL FOUCAULT: Para descubrir cuál es la estructura del poder de la carretera.

PAULO COELHO: El universo entero conspiró para que el pollo cruzara la carretera.

H.P LOVECRAFT: Y el impío pollo se adentró en lóbregas y cavernosas profundidades de la monstruosa carretera, para llegar a un sino etéreo en la abismal noche donde habitan los primordiales y los dioses de la locura.

GEORGE ORWELL: Porque en la granja no aceptan a los que caminan en dos patas.

ETA: La carretera representa a los vascos. El pollo cruzó a los vascos para pisotearlos y mantenerlos sometidos.

MARTIN LUTHER KING: Veo un mundo en el que todos los pollos serán libres de cruzar la carretera sin que sus motivos se pongan en cuestión.

FIDEL CASTRO: Los pollos solo podrán cruzar dentro de los límites de este país, y solo cruzarán si los persigue un yankee.

RONALD REAGAN: Se me ha olvidado.

BILL CLINTON: El pollo no cruzó la carretera. Repito: el pollo no cruzó la carretera.

SADDAM HUSSEIN: Fue un acto de rebelión no provocado, y el que lancemos 50 toneladas de gas nervioso estuvo plenamente justificado.

BILL GATES: Acabo de lanzar el nuevo Windows Chiken Office 2007, que no solo cruza carreteras, sino que pone huevos, archiva tus documentos importantes y encuadra tus cuentas.

GEORGE W. BUSH: The &*?@! bastard chicken crossed the road because he hates american people, and he hates us because we love freedom...But we got him... God bless U.S.

STALIN: Hay que fusilar al pollo inmediatamente, y también a los testigos de la escena y a diez personas más escogidas al azar por no haber impedido este acto subversivo.

TEORÍA DEL CAOS: Debido al aleteo de una mariposa en Tokio.

REVISTA CARAS: Toda la intimidad del pollo: "Sólo necesito un amor para que mi éxito sea completo".

PEPITO SOFISMA: Todos los pollos cruzan carreteras. El pollo cruzó la carretera. Todos los pollos son carreteras.

SOPORTE TÉCNICO: "Yo desde acá no veo que haya cruzado la calle. Resetea el pollo y si sigues viendo que cruza, formatea la carretera".

YODA: Tentación del lado oscuro de la fuerza muy fuerte es. No resistirse pudo el pollo y la carretera cruzada fue.

HITLER: Para dominar al mundo, el pollo debía salir de donde todo empezó.

MUJERES: Porque llovía del lado que él estaba y se le borrarían las cejas.

HOMBRES: Porque al otro lado habían cervezas frías y pollitas calientes.

NERUDA: "Puedo escribir los versos más tristes del pollo cruzando la carretera".

HOMERO SIMPSON: Uhmmm.... ¡¡POLLO!

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