jueves, 28 de febrero de 2019

A mi edad

A mis años
me dan flojera los celos,
me da sueño la obsesión;
“Me dan risa las frases
de superación personal
disfrazadas de poesía".

Pienso para hacer ejercicio;
puedo tomar tres cervezas,
enviarte un whatsapp
y esperarte en el hotel
más cercano,
sin atarnos,
sin herirnos.

Dividir la cuenta
o pagarla yo,
el dinero es un mal necesario;
levantarme temprano
para trabajar a gusto en el día.

A mis años,
prefiero una comida en solitario
que un gran menú
de peleas innecesarias,
si de todas formas
todo se termina.

A mis años
el sexo es el mejor pretexto
para decirte
no te vayas,
no te quedes,
llevate tus monstruos
déjame los míos.

A mis años,
solo leer tiene gracia,
solo esas pequeñas cosas
qué no me lástiman valen la pena.

A mis años
mi mundo
ya no mendiga amor.

- Vogard Pastelin Taboada
Crédito

LA PROSTITUTA

LA PROSTITUTA...
Autor: Juan Carlos Carvajal Escalante.

"Samanta, era una prostituta de gran belleza, tenía unas largas piernas, un buen trasero y unos pechos medianos, tenía una gran belleza que la hacía resaltar de las demás prostitutas. Su piel era blanca, tenía un aroma incitante al sexo. Su voz seducía y provocaba orgasmos y sueños intensos...

Un día, fui en busca de un poco de sexo y encontré a Samanta, llegamos al cuarto de un hotel. Tuvimos sexo. Yo quedé asombrado ante su inigualable pasión. Sus movimientos, su perversión y ese rostro que colocaba cuando la penetraba una y otra vez. Era como si le gustara tanto sentirlo adentro y que la tratara fuerte y con intensidad. Palabras sucias iban y venían. El sudor y los azotes inspirados por la excitación y esas ganas de no parar de 'coger'... Pero debo admitir que hubieron momentos en los que me inspiró tratarla tan suave y dulce. Momentos en los que me dejé deslumbrar por su belleza y su delicadeza propia de mujer... Lo reconozco. Todo fue muy bueno.

Días después, bajo una tarde lluviosa me sentí bastante solo. Me encontraba en mi habitación. Decidí salir y dirigirme de nuevo a aquel lugar en donde Samanta ofrecía sus servicios. Pensaba en ella. Justamente allí la encontré, le ofrecí cierta cantidad de dinero y la invité a mi apartamento. Llegamos a mi habitación y Samanta comenzó a desnudarse, pero yo la detuve. Le dije que esperara, que esa noche sólo quería platicar y tomar un poco. Quería conocerla. Ella enmudeció y se me quedó mirando a los ojos. Soltó una risa tímida y luego accedió, me empezó a contar acerca de su vida.

Ella, había nacido en un hogar disfuncional, donde su padre era alcohólico y su madre pasaba ocupada saliendo con amigos casi siempre, y prácticamente ella no les importaba en lo más mínimo; dos de sus tíos la morboseaban bajo palabras de vez en cuando atrevidas o ambiguas, la mayoría de sus primos querían estar con ella. A los 15 años había escapado de su hogar. Me comentó que los 3 únicos novios que pudo tener fueron su refugio y aprendió muchas cosas en temas sexuales de ellos. La llevaron a cumplir sus fantasías, como tríos con amigos. Todo eso sucedió entre sus 16 y 19 años. Confesó que a sus 22 años en una ocasión accedió a tener sexo con dos de sus primos al tiempo. Lograron excitarla hablando de temas íntimos luego de tanta insistencia... También me dijo que, jamás había terminado sus estudios y que siempre le había sido difícil conseguir un empleo, que había dormido varios meses en la calle y todo eso la había orillado a la prostitución. Me contó sobre los maltratos de algunos clientes, y lo repugnante que era para ella el acostarse con hombres con poca higiene, drogadictos y desquiciados.
Me dijo lo importante que sería para ella escapar de la prostitución, que ella soñaba con formar una familia, tener un lindo hogar, e incluso tener hijos. Admitió que le encantaba demasiado el sexo, que le gustaba cada momento de ello, pero que en definitiva eso no era lo que la hacía feliz. Que eso para ella terminó siendo también como una especie de droga o placebo. Me sorprendió mucho su forma de pensar, y ver todo aquello que yacía oculto dentro de esa mujer...

Salimos un par de ocasiones más, platicamos, hicimos planes de salir solo a caminar. Cada vez me asombraba más su manera de ver la vida. Sentí que me empezaba a enamorar de ella...
Pero un día, dejé de ver a Samanta por un largo período, por cuestiones de trabajo, no recuerdo muy bien si fue por dos años o más; pero de ella no volví a saber. Debo admitir que seguí pensando en ella. Me preguntaba a diario por su vida, por su destino, por cómo estaría o cómo habría pasado su día.

Una tarde, caminando por el vecindario, la encontré, estaba allí parada. Aún conservaba su belleza. Se me aguaron los ojos. A ella le brillaron. Me acerqué y sin dudarlo nos abrazamos. Fue muy emocionante aquel momento. Platicamos por un largo rato, me contó muchas cosas. Había abandonado la prostitución y había encontrado un trabajo decente; me dio su dirección y dijo que pasara a visitarla cuando tuviera tiempo... No lo dudé y le robé un beso. Volví a abrazarla y nos despedimos prometiendo volver a vernos. Eso fue un 10 de enero.

Pasó luego un mes y no podía aún ir a visitar a Samanta, tenía demasiado trabajo, así que pensé en invitarla un día antes a salir y luego terminar en su apartamento o en el mío, un 13 de febrero, para que justo el día 14 de febrero día de los enamorados cuando el reloj marcara las 12:00 AM, decirle lo que ella había despertado dentro de mi al haberla conocido, y declararle mi amor. Pedirle que se casara conmigo. Pero...

Pero... ¿Saben? Es aquí justo en este punto donde siempre suelto en llanto. Era un martes por la mañana. Ese día era 14 de febrero. Estaba en mi habitación. Recibí una llamada, era un Policía, me preguntaba cosas acerca de Samanta, pues había encontrado mi número en su agenda telefónica. Le di mis datos y le dije lo que sabía acerca de ella. Yo aún no comprendía la razón de aquellas preguntas pero presentía algo extraño. Él me dijo... Él me dijo. Me dijo que Samanta había muerto...

Perdón. Perdónenme, haré una pequeña pausa. Recordar eso me duele mucho. No me sienta bien... Lo siento...

Bien, aquí estoy de nuevo. Quiero seguirles contando. El Policía aquel me comentó mientras yo me desangraba en lágrimas, que por la noche anterior, un sujeto había llegado a su apartamento y le habría ofrecido dinero a cambio de sexo, ella no accedió y el sujeto la entró por la fuerza a su apartamento, la golpeó y abusó de ella, y después la mató. Que no había dejado pista alguna y que solo estaba su agenda telefónica. Que intentaron contactar a cada uno de esos números para dar la noticia a alguno que quizás fuera un familiar o un conocido de ella. Sospechaban de que fuera un sujeto que habría sido uno de sus clientes cuando ella era una prostituta. Me quedé sin palabras, sentí un nudo en la garganta y un fuerte sentimiento dentro del pecho. Esa vez sentía que el corazón se me partía en dos. Aún hoy siento que lo tengo partido en dos...

Como ella no tenía familiar alguno, yo fui a reclamar el cuerpo, para darle un funeral digno. Al llegar a aquél lugar, escuché a los policías decir que lo que le había pasado, ella se lo había buscado, que era una prostituta, una escoria menos para la sociedad, que bendito fuera el hombre que le había quitado la vida. Yo me llené de coraje, ellos no habían conocido a Samanta como lo había hecho yo. Ella era una mujer. Una gran mujer que había elegido mal su camino pero que quería recuperar un nuevo respiro para su vida como esa gran mujer que en el fondo siempre fue...

El día de su funeral, fue demasiado triste, no fue nadie, solo yo. Nadie le podría llorar sobre su tumba excepto yo. A nadie le iba a hacer falta, sólo a mi. Yo la miré allí dentro de aquella caja, me maldije a mi mismo por no haberla ido a visitar unos días antes. Quizá si yo hubiera estado allí ella aún estuviera con vida. Me arrepiento de no haberle dicho 'Te quiero Samanta', de no haberle dado un último beso, un fuerte abrazo. De no haberle dicho lo importante que era para mi. Ahora, ella estaba allí dentro de aquella caja. En sus labios se dibujó una ligera sonrisa, quizá porque ella supo que por fin había terminado, que al fin terminó ése infierno para ella. Quizá supo que sí había alguien que la amaba y no hubo tiempo para decirlo...

Pero... Lo que más me atormenta hoy, es que hoy me encuentre relatándoles esta historia entre lágrimas desde la cárcel. Al final, aquel que la habría matado fui yo, y todo fue solo un mal trastorno de mi mente que me llevó a hacer cosas que jamás imaginé... Realmente no era una prostituta, era mi prima, a quien por esas tantas ganas enfermas que le tenía la dibujé en mi mundo como una prostituta...

Lloro, porque siento impotencia de lo asqueroso que fue aquel amor supuesto que sentí por quien fuera parte de mi sangre, a quien de forma obsesiva y enferma anhelaba poseer y hacerla mía...

Pero, ¿saben qué? Después les seguiré contando lo que siguió pasando conmigo desde ese día... Porque ya casi es hora de tomar mi medicina... El psiquiatra me tiene bajo un tratamiento muy cansón. En el manicomio muchos dicen que estoy loco. Es curioso, solo el psiquiatra y los asistentes médicos dicen que lo estoy... Mis compañeros en cambio no."

- ¡Uff! ¡No crean, solo fue una pesadilla que les quise contar! ¡Qué extraña pesadilla! ¿Qué rara pesadilla, verdad? Bien, los dejo... Debo ir a trabajar. Mis clientes y el sexo no pueden esperar...-

Atentamente,

Samanta. La prostituta.

martes, 26 de febrero de 2019

Querer querernos

Querer querernos

Canserbero

Andabamos sin buscarnos
aunque sabiendo que andabamos para encontrarnos
Y aunque no creo en el amor a primera vista
Creo en el querer a primera noche
Y te dije que pasaría porque sabía que sabías
Que sabía que querías

Y fueron nubes la que use de trampolines
Y tiburones los que vestí de delfines
Un arco iris de tobogán, Por
donde me dejé caer hasta aterrizar en un río de paz
Los ruidos, parecían cantos de ángeles del cielo
Y no es que yo halla estado allí
Sino es que aquí no suena na' tan bueno
Sentía un fuego que me acariciaba el alma
Y me comenzaban a crecer sonrisas en la barba
Tenía alas, para atravesar las nubes
Y olía tan bien que hasta las flores querían mi perfume
Crecí tanto que a los planetas los tomé en mis manos
Y jugué con ellos a las metras en segundo plano, Claro
Que a los pocos instantes me encogí
Para poder volar y volar sobre un colibrí
Si, los arboles cantaban Jazz o tal vez Blues o quizás paz
Tal vez algo más
Caminaba en el mar, podía parar el tiempo
Acelerar, repetir con un simple movimiento
Podía quitarme la vida y nacer de nuevo
Porque el paraíso a donde iría no sería tan bueno
Era perfecto, como si de un cuento se tratase
Podía hasta crear un defecto, por si lo perfecto me asustase
El hecho es que por un instante entré en razón

Y no estaba soñando

Estaba haciéndote el Amor

Fue plenitud lo que sentí, estando dentro de ti
Bailando por adentro de tu cuerpo
Algo tan simple como que yo voy en ti y tu vas en mí

Como dos piezas que encajan perfecto
Y aunque seis mil millones de humanos, tu y yo

Somos una especie que murió hace tiempo

Sólo queda una hembra y su complemento
Por eso es tan natural Querer Querernos

Y mis labios escalaban tus cordilleras
y unidos más que "Pangea"
Me acelerabas el miocardio
Cuando las olas que imitaban tus caderas
Reventaban en mi abdomen
Llenándome de tu río caldo
Besaba yo tus pies para estar en tus huellas
Mi lengua rozaba tus piernas y entre ellas
Y como una vil "leguleya"
Peleabas por el derecho a elegir en que posición ver las estrellas
Podías reír, sudar, gemir, hablar
Para explicarme porque parecía ibas a llorar
Y yo tocándote, como quien se estira por la mañana
Y hace ruidos de placer al hacer que nada en la cama
Sobran las palabras debería callarme ya
Y hacerte el Amor despacio al compás de este humilde Rap
Que es para ti, hecho pa' ti, escrito pa' ti, cantado a ti
Y cualquier otro adjetivo que termine en ti
Si, a través de mis ojos tú te vieras

Y en mi cuerpo sintieras lo que me inspiras
Te vieras con sed abrazarte quisieras
Ya esa es la forma como estos ojos te miran

Iba aterrizando en las nubes de trampolines
Fueron tus sueños los que usé como almohadines

Y antes que se termines esta corta canción
Olvidaba decirte
Que me encantó hacerte el amor.
Fue plenitud lo que sentí, estando dentro de ti
Bailando por adentro de tu cuerpo
Algo tan simple como que yo voy en ti y tu vas en mí
Como dos piezas que encajan perfecto
Y aunque seis mil millones de humanos, tu y yo
Somos una especie que murió hace tiempo
Sólo queda una hembra y su complemento
Por eso es tan natural Querer Querernos
Y ahora quién sabe cuándo, volvamos a vernos...

Compositores: Tyrone Gonzalez

miércoles, 20 de febrero de 2019

CORRIDO LAURITA GARZA

CORRIDO LAURITA GARZA



Letra de la canción


A orillas del Rio Bravo en una Hacienda escondida 
Laurita mató a su novio por que ya no la Queria 
y con otra iba a casarse 
nomas por que las podia.. 

Hallaron 2 cuerpos muertos al fondo de una parcela 
uno era el de Emilio Guerra, el prometido de Estela 
el otro el de Laura Garza, 
la maestra de la escuela.. 

La ultima vez que se vieron ella lo mando llamar 
Cariño del alma mia 
tú no te puedes casar 
no decias que me Amabas 
que era cuestión de esperar.. 

Tú no puedes hacerme esto que pensará mi familia 
no puedes abandonarme despues que te dí mi Vida 
no digas que no me Quieres 
como antes si me Querias

¡Solo vine a despedirme! Emilio le contestó 
tengo mi novia pedida 
¡por tí mi amor se acabó! 
que te sirva de experiencia! 
lo que esta vez te pasó! 

No sabia que estaba armada y su muerte muy cerquita 
de la bolsa de su abrigo, 
saco una escuadra cortita 
con ella le dió 6 tiros 
luego se mató Laurita

Amigo con derechos

AMIGOS CON DERECHOS

Jamás me enamoraría de ti,
estarás muy buena,
serás a toda madre,
c o g e r á s bien rico,
siempre me escuchas
y hasta me haces reír,
y es por eso que mejor te prefiero así,
tan posible como imposible,
tan a la mano como tan codiciada,
con celos sanos y divertidos,
risas furtivas y s e x o casual,
para usarnos y las ganas matar...
a lo mucho una n a l g a d a al terminar,
o decirte de broma al final
"¿cuánto me vas a cobrar?",
para que tu horrenda risa mate las secuelas
de cariño que en el aire queden esparcidas,
y no nos confundamos,
y no terminemos como esos
amantes enamorados,
dando todo el uno por el otro,
abrazados hasta muy noche,
contándose cosas que no deben,
secretos que no tiene que ser escuchados
por las orejas de un amigo con derecho;
si bien te conozco mucho,
sé todo sobre el c a b r ó n que te rompió
y al que tú rompiste;
sé los problemas de tus padres,
tus problemas económicos,
tu fascinación por la lectura,
por el color negro,
los tacones,
las películas con las que lloras
y hasta la fecha de tu periodo,
pero hasta ahí;

no quiero saber con quién hablas
cuando muy de noche sigues en línea,
ni si te acuestas con alguien más
o quedas de verte en el café,
o si sigues rogándole a aquel wey,
y si por algo ves que me estoy
metiendo mucho en estos rollos,
o me estoy encariñando demasiado,
sácame de golpe,
dame un sope,
y búrlate de mí con un comentario sarcástico que se incline por lo que estoy haciendo,
que yo también lo haré contigo,
porque tampoco soy una piedrita,
esto que tenemos es peligroso,
y puede que nos desviemos

Te quiero menos de lo que piensas,
más de lo que imagino;
te quiero como para irnos un viernes,
pero regresar el domingo.
Te quiero para toda la vida,
te quiero mía pero...

sin que estés conmigo.

Texto en facebook de María Celestina Torres.

domingo, 3 de febrero de 2019

El avión de la bella durmiente

El avión de la Bella Durmiente
Doce cuentos peregrinos (1992)

         Era bella, elástica, con una piel tierna del color del pan y los ojos de almendras verdes, y tenía el cabello liso y negro y largo hasta la espalda, y una aura de antigüedad que lo mismo podía ser de Indonesiá que de los Andes. Estaba vestida con un gusto sutil: chaqueta de lince, blusa de seda natural con flores muy tenues, pantalones de lino crudo, y unos zapatos lineales del color de las bugambilias. “Esta es la mujer más bella que he visto en mi vida”, pensé, cuando la vi pasar con sus sigilosos trancos de leona, mientras yo hacía la cola para abordar el avión de Nueva York en el aeropuerto Charles de Gaulle de París. Fue una aparición sobrenatural que existió sólo un instante y, desapareció en la muchedumbre del vestíbulo.
         Eran las nueve de la mañana. Estaba nevando desde la noche anterior, y el tránsito era más denso que de costumbre en las calles de la ciudad, y más lento aún en la autopista, y había camiones de carga alineados a la orilla, y automóviles humeantes en la nieve. En el vestíbulo del aeropuerto, en cambio, la vida seguía en primavera.
         Yo estaba en la fila de registro detrás de una anciana holandesa que demoró casi una hora discutiendo el peso de sus once maletas. Empezaba a aburrirme cuando vi la aparición instantánea que me dejó sin aliento, así que no supe cómo terminó el altercado, hasta que la empleada me bajó de las nubes con un reproche por mi distracción. A modo de disculpa le pregunté si creía en los amores a primera vista. “Claro que sí”, me dijo. “Los imposibles son los otros”. Siguió con la vista fija en la pantalla,de la computadora, y me preguntó qué asiento prefería: fumar o no fumar.
         —Me da lo mismo —le dije con toda intención—, siempre que no sea al lado de las once maletas.
         Ella lo agradeció con una sonrisa comercial sin apartar la vista de la pantalla fosforescente.
         —Escoja un número —me dijo—: tres, cuatro o siete.
         —Cuatro.
         Su sonrisa tuvo un destello triunfal.
         —En quince años que llevo aquí —dijo—, es el primero que no escoge el siete.
         Marcó en la tarjeta de embarque el número del asiento y me la entregó con el resto de mis papeles, mirándome por primera vez con unos ojos color de uva que me sirvieron de consuelo mientras volvía a ver la bella. Sólo entonces me advirtió que el aeropuerto acababa de cerrarse y todos los vuelos estaban diferidos.
         —¿Hasta cuándo?
         —Hasta que Dios quiera —dijo con su sonrisa. La radio anunció esta mañana que será la nevada más grande del año.
         Se equivocó: fue la más grande del siglo. Pero en la sala de espera de la primera clase la primavera era tan real que había rosas vivas en los floreros y hasta la música enlatada parecía tan sublime y sedante como lo pretendían sus creadores. De pronto se me ocurrió que aquel era un refugio adecuado para la bella, y la busqué en los otros salones, estremecido por mi propia audacia. Pero la mayoría eran hombres de la vida real que leían periódicos en inglés mientras sus mujeres pensaban en otros, contemplando los aviones muertos en la nieve a través de las vidrieras panorámicas, contemplando las fábricas glaciales, los vastos sementeras de Roissy devastados por los leones. Después del mediodía no había un espacio disponible, y el calor se había vuelto tan insoportable que escapé para respirar.
         Afuera encontré un espectáculo sobrecogedor. Gentes de toda ley habían desbordado las salas de espera, y estaban acampadas en los corredores sofocantes, y aun en las escaleras, tendidas por los suelos con sus animales y sus niños, y sus enseres de viaje. Pues también la comunicación con la ciudad estaba interrumpida, y el palacio de plástico, transparente parecía una inmensa cápsula espacial varada en la tormenta. No pude evitar la idea de que también la bella debía estar en algún lugar en medio de aquellas hordas mansas, y esa fantasía me infundió nuevos ánimos para esperar.
         A la hora del almuerzo habíamos asumido nuestra conciencia de náufragos. Las colas se hicieron interminables frente a los siete restaurantes, las cafeterías, los bares atestados, y en menos de tres horas tuvieron que cerrarlos porque no había nada qué comer ni beber. Los niños, que por un momento parecían ser todos los del mundo, se pusieron a llorar al mismo tiempo, y empezó a levantarse de la muchedumbre un olor de rebaño. Era el tiempo de los instintos. Lo único que alcancé a comer en medio de la rebatiña fueron los dos últimos vasos de helado de crema en una tienda infantil. Me los tomé poco a poco en el mostrador, mientras los camareros ponían las sillas sobre las mesas a medida que se desocupaban, y viéndome a mí mismo en el espejo del fondo, con el último vasito de cartón y la última cucharita de cartón, y pensando en la bella.
         El vuelo de Nueva York, previsto para las once de la mañana, salió a las ocho de la noche. Cuando por fin logré embarcar, los pasajeros de la primera clase estaban ya en su sitio, y una azafata me condujo al mío. Me quedé sin aliento. En la poltrona vecina, junto a la ventanilla, la bella estaba tomando posesión de su espacio con el dominio de los viajeros expertos. “Si alguna vez escribiera esto, nadie me lo creería”, pensé. Y apenas si intenté en mi media lengua un saludo indeciso que ella no percibió.
         Se instaló como para vivir muchos años, poniendo cada cosa en su sitio y en su orden, hasta que el lugar quedó tan bien dispuesto como la casa ideal donde todo estaba al alcance de la mano. Mientras lo hacía, el sobrecargo nos llevó la champaña de bienvenida. Cogí una copa para ofrecérsela a ella, pero me arrepentí a tiempo. Pues sólo quiso un vaso de agua, y le pidió al sobrecargo, primero en un francés inaccesible y luego en un inglés apenas más fácil, que no la despertara por ningún motivo durante el vuelo. Su voz grave y tibia arrastraba una tristeza oriental.
         Cuando le llevaron el agua, abrió sobre las rodillas un cofre de tocador con esquinas de cobre, como los baúles de las abuelas, y sacó dos pastillas doradas de un estuche donde llevaba otras de colores diversos. Hacía todo de un modo metódico y parsimonioso, como si no hubiera nada que no estuviera previsto para ella desde su nacimiento. Por último bajó la cortina de la ventana, extendió la poltrona al máximo, se cubrió con la manta hasta la cintura sin quitarse los zapatos, se puso el antifaz de dormir, se acostó de medio lado en la poltrona, de espaldas a mí, y durmió sin una sola pausa, sin un suspiro, sin un cambio mínimo de posición, durante las ocho horas eternas y los doce minutos de sobra que duró el vuelo a Nueva York.
         Fue un viaje intenso. Siempre he creído que no hay nada más hermoso en la naturaleza que una mujer hermosa, de modo que me fue imposible escapar ni un instante al hechizo de aquella criatura de fábula que dormía a mi lado. El sobrecargo había desaparecido tan pronto como despegamos, y fue reemplazado por una azafata cartesiano que trató de despertar a la bella para darle el estuche de tocador y los auriculares para la música. Le repetí la advertencia que ella le había hecho al sobrecargo, pero la azafata insistió para oír de ella misma que tampoco quería cenar. Tuvo que confirmárselo el sobrecargo, v aun así me reprendió porque la bella no se hubiera colgado en el cuello el cartoncito con la orden de no despertarla.
         Hice una cena solitaria, diciéndome en silencio lo que le hubiera dicho a ella si hubiera estado despierta. Su sueño era tan estable, que en cierto momento tuve la inquietud de que las pastillas que se había tomado no fueran para dormir sino para morir. Antes de cada trago, levantaba la copa y brindaba.
         —A tu salud, bella.
         Terminada la cena apagaron las luces, dieron la película para nadie, y los dos quedamos solos en la penumbra del mundo. La tormenta más grande del siglo había pasado, y la noche del Atlántico era inmensa y limpida, y el avión parecía inmóvil entre las estrellas. Entonces la contemplé palmo a palmo durante varias horas, y la única señal de vida que pude percibir fueron las sombras de los sueños que pasaban por su frente como las nubes en el agua. Tenía en el cuello una cadena tan fina que era casi invisible sobre su piel de oro, las orejas perfectas sin puntadas para los aretes, las uñas rosadas de la buena salud, y un anillo liso en la mano izquierda. Como no parecía tener más de veinte años me consolé con la idea de que no fuera un anillo de bodas sino el de un noviazgo efímero. “Saber que duermes tú, cierta, segura, cauce fiel de abandono, línea pura, tan cerca de mis brazos maniatados”, pensé, repitiendo en la cresta de espúmas,de champaña el soneto magistral de Gerardo Diego. Luego extendí la poltrona a la altura de la suya, y quedamos acostados más cerca que en una cama matrimonial. El clima de su respiración era el mismo de la voz, y su piel exhalaba un hálito tenue que sólo podía ser el olor propio de su belleza. Me parecía increíble: en la primavera anterior había leído una hermosa novela de Yasunarl Kawabata sobre los ancianos burgueses de Kyoto que pagaban sumas enormes para pasar la noche contemplando a las muchachas más bellas de la ciudad, desnudas y narcotizadas, mientras ellos agonizaban de amor en la misma cama. No podían despertarlas, ni tocarlas, y ni siquiera lo intentaban, porque la esencia de¡ placer era verlas dormir. Aquella noche, velando el sueño de la bella, no sólo entendí aquel refinamiento senil, sino que lo viví a plenitud.
         —Quién iba a creerlo —me dije, con el amor propio exacerbado por la champaña—: Yo, anciano japonés a estas alturas.
         Creo que dormí varias horas, vencido por la champaña y los fogonazos mudos de la película, Y desperté con la cabeza agrietada. Fui al baño. Dos lugares detrás del mío yacía la anciana de las once maletas despatarrada de mala manera en la poltrona. Parecía un muerto olvidado en el campo de batalla. En el suelo, a mitad del pasillo, estaban sus lentes de leer con el collar de cuentas de colores, y por un instante disfruté de la dicha mezquina de no recogerlos.
         Después de desahogarme de los excesos de champaña me sorprendí a mí mismo en el espejo, indigno y feo, y me asombré de que fueran tan terribles los estragos del amor. De pronto el avión se fue a pique, se enderezó como pudo, y prosiguió volando al galope. La orden de volver al asiento se encendió. Salí en estampida, con la ilusión de que sólo las turbulencias de Dios despertaran a la bella, y que tuviera que refugiarse en mis brazos huyendo del terror. En la prisa estuve a punto de pisar los lentes de la holandesa, y me hubiera alegrado. Pero volví sobre mis pasos, los recogí, y se los puse en el regazo, agradecido de pronto de que no hubiera escogido antes que yo el asiento número cuatro.
         El sueño de la bella era invencible. Cuando el avión se estabilizó, tuve que resistir la tentación de sacudirla con cualquier pretexto, porque lo único que deseaba en aquella última hora de vuelo era verla despierta, aunque fuera enfurecida, para que yo pudiera recobrar mi libertad, y tal vez mi juventud. Pero no fui capaz. “Carajo”, me dije, con un gran desprecio. “¡Por qué no nací Tauro!”.
         Despertó sin ayuda en el instante en que se encendieron los anuncios del aterrizaje, y estaba tan bella y lozana como si hubiera dormido en un rosal. Sólo entonces caí en la cuenta de que los vecinos de asiento en los aviones, igual que los matrimonios viejos, no se dan los buenos días al despertar. Tampoco ella. Se quitó el antifaz, abrió los ojos radiantes, enderezó la poltrona, tiró a un lado la manta, se sacudió las crines que se peinaban solas con su propio peso, volvió a ponerse el cofre en las rodillas, y se hizo un maquillaje rápido y superfluo, que le alcanzó justo para no mirarme hasta que la puerta se abrió. Entonces se puso la chaqueta de lince, pasó casi por encima de mí con una disculpa convencional en castellano puro de las Américas, y se fue sin despedirse siquiera, sin agradecerme al menos lo mucho que hice por nuestra noche feliz, y desapareció hasta el sol de hoy en la amazonia de Nueva York.

Junio 1982.