viernes, 2 de agosto de 2013

Titanes del tiempo


Se acercaba el tiempo de las luciérnagas en el aire, esas pequeñas
luces que con las primeras lluvias dan la idea de ser chispas de fuego
al extinguirse el incendio que quemaba la tierra en el verano.

La noche que no era noche delineaba figuras chinescas por el camino de
tierra, de piedra, de polvo, de lodo. En el lento vaivén del alarido
de un viento quejumbroso flotaba la frescura de un cielo estrellado,
sin nubes, sin sombras. Cuando pasaba por el camino de pedregales el
sonido se hizo grande, que cubría todo, que lo envolvía todo y el
firmamento se movía como si viajara en barco. De pronto se sintió caer
en un profundo abismo, sintió volar hacia atrás, de espaldas por un
segundo sin fin.

El ladrido de un perro negro que dormía en el camino lo vino a
despertar, era como alma de diablo que mostraba sus dientes blancos
mientras pasaban Lila, una vieja mula acanelada, y él montado sobre
ella casi dormido en el sueño del amanecer eterno.

¡Guau!, ¡guau!, ¡guau!, ¡guau!, guauuuu… ladraba el perro en tanto
corría y regresaba como queriendo jugar a espaldas de la bestia, Lila
seguía con su andar tranquilo como si también durmiera de tanto
caminar. Don Encarnación se tocó la cintura para revisar si seguía ahí
el machete que colocó con mucho cuidado al salir de su casa. Y tubo
que sostenerse también el sombrero ancho para no caerse porque la mula
despertó asustada, ya que se sintió caer de espaldas frente a la
fuerza del ladrido de un lebrel pinto que se oponía a su camino.

-¡ShÍÍtT!, ¡chucho! –dijo, para apartar al animal del pasaje-.
Silencio. Atrás quedó la granja de los frailes y sus fieros guardianes
caninos.

-¡Mercado central!, ¡mercado central!, ¡vamos madre!, ¡llega, llega!
Con las primeras luces sonaban las bocinas como reses para el
matadero, docenas de canastos y sacos con plumas, frutos, verduras y
hortalizas eran cargados al camión donde viajaría Ña Candelaria. Bajo
la luz de las estrellas y luceros pálidos florecía un verdadero
mercado terrestre, casi acuoso por el vapor de las tazas de café que
servían unas mujeres prietas a los camioneros rechonchos y
malhumorados. Cestos con gallinas, patos, pavos; limón, toronja,
chile, tomate, cebolla; calabazas, porotos y maíz.

En la alforja fósforos, ocote, pixtones, sal, chile, agua. La
oscuridad palidecía como hombre que se asusta y que dormido enflaquece
y despierto muere. La aurora aparecía tímida y ligera detrás de cerros
con dioses seculares. El canto del cenzontle lloraba agua, y el hombre
con su mula llegaba al monte, para trabajar la tierra sagrada y
benévola, que generosa da a su tiempo la espiga que es la madre del
pan, y el maíz, padre del hombre americano. El sol pintaba el
horizonte con sus rayos de luz, mula y hombre eran como sombras en ese
paisaje de oro. Los brazos y piernas reumáticos de tanto labrar la
tierra comenzaron su larga faena. Olía a tierra seca.

Doña Candelaria, mujer vieja y paciente como su esposo, llevó a vender
miltomates verdes, gallinas amarillas y conejos blancos a la plaza de
la ciudad.

-¡Hoy no hay venta!, ¡aquí nadie vende más! –gritaron unos gendarmes.
Y hubo que correr para salvar la vida, y dejar la venta para no ir al
calabozo, y llorar para destruir el badajo de plomo en la garganta.
Los miserables no tienen derecho a ganarse la vida honradamente porque
causan desorden y afean las horribles ciudades. Y causan enojos a los
grandes estadistas idiotas, burgueses que creen ver todo y no ven
nada.

Los primeros aguaceros agujerearon las viejas láminas de cinc. Don
Encarnación regresó a casa y se quitó las botas de hule, ahora llenas
de agua limpia y llovida. Entró a la cocina y vio a su esposa con las
pupilas llenas de granizos calientes, tan calientes como lágrimas.
Doña Candelaria narró con la voz quebrada cómo perdió todo y quedó
ella sola, sin dinero, sin gallinas, ni conejos, ni nada. Los toscos
brazos envolvieron a su esposa, los dos viejos lloraban. Menos mal que
a ella no le había pasado nada. El agua sonaba como piedras en la
lámina roja de tan oxidada, pero eran piedras tan duras como
diamantes, gotas de esperanza. Un colibrí hecho con cabellos de luna
volaba entre las gotas de lluvia y de sus alas se desprendían
fracciones de tiempo color del arco iris en el crisol de la tierra
seca y sedienta. Los trabajadores con su trabajo honrado y noble son
los verdaderos héroes de la historia, de la patria, de esta tierra
milagrosa y legendaria.




Aroldo Moises Pescado Tomás

Guatemala, Centro América.

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