jueves, 14 de marzo de 2019

ME ENAMORÉ POR SU MANERA DE COGER

ME ENAMORÉ POR SU MANERA DE COGER

Me enamoré por su manera de coger,
por su manera de culear.
No por su cara,
no por cuerpo,
no por olor,
ni por su sabor;
no por sus sentimientos,
ni sus pensamientos,
¡no!,
me enamoré por su manera de coger.

Estaba medio pendeja,
escribía "oli", "sip", "nope" y "ps"
y decía un chingo de groserías;
era fría,
enojona y mamona;
no entendía los sarcasmos
y le aburrían los temas literarios.
Muchas veces quise cambiarla,
le regalaba libros,
le recitaba líneas,
le hacía poesías en papelitos regados,
y ella me devolvía las servilletas con
un "mejor cógeme como tú sabes, cabrón"

Era una ignorante,
lo único que sabía era el kamasutra
al derecho y al revés;
no conocía de libros,
ni de poesías,
ni de escritores,
si empezaba a hablarle de eso,
torcía los ojos y me bajaba la bragueta,
y succionaba hasta terminar en su boca,
después volteaba conmigo lamiéndose
los bigotes como una gata,
y altanera me decía:

—Qué rica sabe tu poesía.

Luego se despojaba de su ropa para
montarse en mi boca de espaldas.

—Este es mi libro abierto, léelo,
   poeta hijo de perra —exigía.

Ahí se restregaba un rato hasta
venirse unas dos veces,
después se arrastraba como culebra por
mi vientre hasta que nuestros sexos
embonaran como piezas de rompecabezas.

—Tú naciste para coger —le decía mientras
   ella cabalgaba como loca— pero no te das  
   cuenta que también eso es poesía.

—¡Cállate y cógeme sr. Grey!

"¿Grey? —pensaba— ¡de verdad que
está pendeja!".

Pero su manera de menearse lo compensaba,
su manera de hacerlo era tan inverosímil,
tan sin reserva,
tan sin tabúes;
más que una felación,
parecía un sacrificio humano;
se entregaba por completo,
como si de eso dependiera su vida,
como si fuera la primera vez que lo hiciera,
o la última;
como si estuviera enamorada tanto como
yo lo estaba por su manera de coger.

A veces de tanta entrega,
de tantas lágrimas que derramaba
mientras lo hacía,
y tantos balbuceos,
súplicas y jadeos,
pensaba que de pronto se le
escaparía un "te amo",
o un "no quiero estar sin ti",
pero no,
nunca nunca nunca pasó,
todo sucumbía despues del orgasmo.
Después de recuperarse,
ella se vestía,
se maquillaba,
se medio peinaba y me deba un
beso en la frente y se iba,
dejándome ahí con el cuerpo desfallecido
y el alma enamorada.

—Gracias poeta —decía.

En seguida tomaba una pluma y un papel,
para ahora eyacular en letras.
Ese día,
le escribí el poema más corto:

"Qué ironía,
no le gustaban las letras,
pero ella misma era poesía,
mí poesía..."

Y sinceramente ahora no sé
quién es el pendejo.

Autor:
Gustavo Hernández

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